A
don Ramón Menéndez Pidal le tengo simpatía. Entre otras cosas, le estoy
agradecido por varios de sus libros que leí con sumo agrado; además, fue él
quien puso a nuestro alcance la joya del Cantar
del Mío Cid.
Hombre
liberal e íntegro, tuvo una disputa a través de la prensa con Antoni Rovira
Virgili, uno de los prohombres del catalanismo. La misma se produjo cuando se
estaba debatiendo la Constitución de la II República. A raíz de un artículo de
don Ramón, Rovira Virgili publicó una agria refutación. Entonces Menéndez Pidal
contestó al anterior en el diario El Sol
con otro artículo titulado “Sobre la nación española:
respuesta a Rovira Virgili”, era el 27
de agosto de 1931.
Lo traigo aquí por su “rabiosa
actualidad”, y porque ahora que se alegan razones históricas para determinadas
iniciativas, no está de más atender a las razones que daba alguien que de
historia sabía un rato:
"[...]
No entretendría yo al lector con estos dimes y diretes si los vivos ataques del
Sr. Rovira y Virgili no fueran enseñanza y meditación. Tocan al nervio de
nuestra nueva estructura nacional. ¿Qué he podido decir yo en mi anterior
artículo molesto a un catalán para que así arremeta contra mí? Pues simplemente
decía que Cataluña no vivió un momento sola, sino siempre unida a las regiones
centrales, a Aragón, a Castilla, no sólo política, sino culturalmente. Esto es
lo que molesta; con una pertinancia tan ciega como hemos visto, se trata de
negar todo lazo espiritual; ésta es, en su fachosa desnudez, la verdad de las
cosas.
Y
ahora, ¿no ven ustedes que estoy cargado de razón cuando digo que el desamor
perdura y que si su signo prevalece no es posible estructurar una España sino
peor que la pasada, en que ese desamor se engendró? Si esa psicología rencorosa
fuese general, si el ensimismado exclusivismo del genial Prat de la Riba fuera
a seguir de moda mucho tiempo, no habría sido inclinarse y decir tristemente
adiós cuanto antes a esos hermanos que reniegan la fraternidad.
Pero
todos tenemos experiencias en contra y podemos afirmar que esos sentimientos,
aunque dominantes entre los luchadores del régimen antiguo, no son generales,
ni parecen ser los de las generaciones nuevas. Pero si por transigir de momento
con el viejo desamor, por una componenda para salir del paso, tomasen las hojas
de la nueva Constitución cualquier pliegue funesto, ¡qué grave deformidad
vendría en el cuerpo de España! La que siempre fue una nación, se convertiría
en un simple Estado; compartimentos estancos, nacioncillas aisladas,
cultivadoras del hecho diferencial, empeñadas en negar obcecadamente, como
vemos, los lazo ideales, para quedarse sólo con los lazos materiales que
convengan. Peor que un Imperio austrohúngaro.
No
nos hagamos ilusiones. Si bajo esta psicología del resentimiento, el Estado
Español no tiene respecto de la región una prenda de unión espiritual en la
enseñanza, la generación del desamor acabará por raer, con pertinaz trabajo de
zapa, todo sentimiento de unidad espiritual; la fuerza moral de la nación, la
única fuerza de los pueblos, será arruinada y la disgregación del nuevo Imperio
austrohúngaro será rápida.
Pero,
dentro del terreno de la cultura, no toda la culpa es de los que en la
periferia roen, como carcoma, la unidad espiritual, sino de los que en el
centro debieran cuidar de afirmarla.
¡Qué
pobre es la literatura en este campo! Nos hacía falta, por ejemplo, un
penetrante estudio sobre el concepto nacional de España, partiendo de San
Isidoro o, para pedir poco y lo más importante, limitándose a la época en que,
con la invasión árabe, la Península dejó de ser un Estado, hasta que volvió a
serlo en el siglo XV, bajo el imperio de grandiosas ideas nacionales.
En
esa Edad Media bastaría estudiar el maravilloso siglo XIII, sus literatos,
sobre todo sus cronistas que, desarrollando viejísimas ideas, expresan a España
como unidad operante, realizadora de una misión histórica, común a todos sus
reinos. En una región propugna esta idea el obispo de Tuy; en otra, aquel gran
navarro, el arzobispo Jiménez de Rada, el hombre que más inspiradamente sintió
a España y más doctamente enseñó a comprenderla como un conjunto nacional;
después, Alfonso el Sabio, que, al planear la Crónica General fundiendo en su
relato las hazañas de León y Castilla con las de Navarra y de Aragón, dice que
escribe «del fecho de España», el «fecho» en singular, el hecho unitario de una
nación que, por su mal, se fraccionó en Estados varios: «et del daño que vino a
ella por partir los regnes».
En
ese mismo siglo XIII, la crónica de D. Jaime el Conquistador. Abrimos el libro.
El rey aragonés decide ir en ayuda del rey castellano contra una inquietante
rebelión de los moros de Murcia; pero los nobles catalanes y aragoneses le
niegan su concurso con desabridas respuestas, continuamente reiteradas; tenían
rencor de agravios pasados y no pensaban más que en afirmar sus privativos
fueros, su Estatuto. Pero al fin los catalanes renuncian a su fuero y se
avienen a conceder la ayuda pedida para que D. Jaime, «pueda servir a Dios y
auxiliar al Rey de Castilla». No en vano habían nacido en la región que D.
Jaime tenía por «la plus honrada terra d'Espanya». Y las razones supremas que
el Rey proponía (después de agotadas las de carácter práctico, ineficaces) para
que los irreductibles dejasen a un lado el Estatuto en que obstinadamente se
parapetaban eran tres razones de orden ideal primera, por servir a Dios;
segunda por salvar a España; tercera, porque él y ellos ganasen el prez y el
honor de salvarlas: «que Nos e vos haiam tan bon preu e tan gran honor que per
Nos e vos sia salvada Espanya». Es decir, los propone el lema «Dios, España y
Prez».
Al
recordar esta nítida precisión con que el Rey Conquistador percibe, en lo
material y en lo ideal, todos los motivos de solidaridad hacia una patria más
ancha que su particular patria, y que su reino propio, al ver cómo inculca esos
motivos a sus vasallos, no sabemos abandonar las elevadas naves del alcázar
historial para salir a la calle. ¡Despierta, Rey Don Jaime; habla otra vez de
España a los que no piensan sino en su propio Estatuto! ¡Yergue otra vez tu
frente cubierta con ese yelmo de grandes alas avezadas a los vuelos aguileños!
A
los muchos catalanes que, como D. Jaime, sienten su nación catalana intimada en
la española, a las generaciones nuevas que pueden leer sin torvo desamor las
épicas crónicas de su tierra, me dirijo con fervorosa esperanza. ¡Salud!"
Nota: La foto es muy posterior al escrito de don Ramón, pero
como aparece Julián Marías a quien también profeso simpatía, pues me he dicho: “vamos
a ponerla”, y eso he hecho.