La primera vez que vi “La Estrella Peregrina” en el estante de una librería, me llamó la atención su portada, pero al leer la reseña del reverso he de confesar que se desvaneció mi interés inicial:
En el Año Mil, tras el fallecimiento de su marido, la condesa de Conquereuil emprende peregrinación a Santiago de Compostela desde la Bretaña francesa, para postrarse ante el Apóstol, recibir la indulgencia y pedirle que haga crecer a su hija pequeña, que es enana y que, a causa de su deformidad, ha sido rechazada por las gentes y hasta por su propio padre, pues la han creído endemoniada.
Sale al camino con un séquito de 200 servidores…
Ninguna gesta histórica, ningún misterio, ningún gran héroe, el horizonte de una narración transcurriendo siempre en el mismo recorrido… Sí, lo reconozco, estoy afectado por los mismos gustos y prejuicios que el lector-tipo de mi época. Así que decidí ignorarlo.
Un mes más tarde, por circunstancias que no vienen al caso, aquel libro volvió a llamar mi atención. Era bastante grueso -561 páginas-. ¿Y si no me gustaba? ¡Pero quién dijo miedo! Tomé un ejemplar y me fui a caja para dar algo a ganar a la tienda, a la editorial, a los publicanos de la SGAE, y si quedaba algo, a la autora, quien después de haber cobrado todo hijo de vecino recibiría un diezmo de los réditos de su obra, como los pobres de la Biblia.
Tan pronto empecé a leer, emergió ante mí una historia llena de humanidad. Sus personajes adquirían verdadero relieve. Estaban dotados de una serie de inquietudes, flaquezas y anhelos comprensibles para todo hombre, pero a la par se incardinaban perfectamente en la Europa medieval en que discurre la narración. Cabe añadir que la crónica (pues este el estilo literario empleado) está salpicada de destellos de humor cervantino que en más de una ocasión me han llevado a reír a carcajada limpia.
El drama -drama, que no tragedia- es perfectamente verosímil, entrelazándose magistralmente los elementos que configuran la vida humana: azar, proyectos, creencias, cruce de trayectorias vitales, etcétera.
Una de las mayores virtudes de esta obra es su naturalidad y la falta de concesiones a lo políticamente correcto. Quien quiera encontrar una bucólica armonía de las tres religiones, una crítica implacable al sistema patriarcal de sometimiento histórico de la mujer, una exaltación de la lucha de clases o un democratismo atemporal, se va a llevar un chasco. Aquí lo que cuenta son una serie de historias humanas en un marco histórico concreto, tal cual más o menos pudo ser.
Ángeles de Irisarri nos ofrece el retrato de un tiempo sin edulcorar ni satanizar, deleitándose en la mera realidad provista de bondades e imperfecciones, y no por ello menos respetable. Las cosas fueron como fueron, no como nos gustaría o nos convendría que hubieran sido, y el conocimiento de esa época es lo que permite a la autora transitar por ella con absoluta confianza, sin necesidad de adjetivar ni dejarse arrastrar por maniqueísmos.
Así, en “La Estrella Peregrina” las mujeres gozan de un notable protagonismo. No son unos fantasmas de la historia, sino parte imprescindible de ella. Por ello sin su presencia el mundo resultaría ininteligible. Es más, para realizar su función no se ven en la necesidad de actuar masculinamente, sino que desde su propia condición femenina, obran, deciden, intervienen, comparten, gobiernan, obedecen, aciertan y yerran.
Es por tanto un mundo de hombres y mujeres. Con reyes que acuden a combatir al moro, y reinas que se hacen cargo del reino en su ausencia. Con niños que heredan coronas, y madres que actúan de regentes. Con abades que administran monasterios, y abadesas que gobiernan sus tierras. Con mercaderes que venden sus productos, y camareras que atienden a sus señoras. Con guerreros que reclaman sus soldadas y posaderas que hacen negocio alquilando habitaciones. Todos en trato constante, cada uno desde su función social, pero teniendo en cuenta el papel que el otro desempeña.
Otro elemento importante es la descripción de la Hispania del año mil (todavía circunscrita al norte peninsular). Los reinos cristianos están permanentemente amenazados. Almanzor está arrasando sus ciudades más importantes: Zamora, Salamanca, Burgos, el mismísimo Santiago de Compostela. Hispania toda es tierra de frontera, y eso implica precariedad y peligros permanentes. El Islam no es sólo otra religión o una cultura diferente, sino una amenaza real que enfrenta una concepción total del mundo y lo hace por las armas. La pervivencia de los enclaves cristianos no está clara. Cada palmo ganado a los moros con el esfuerzo de varios años se pude perder en una sola jornada.
La vida es insegura. Los caminos son dificultosos, hay bandidos, leprosos, lobos, el medio de transporte más lujoso es la grupa de un caballo; pero se cuenta con todo ello.
El orden es estamental y está bien asentado, dentro del marco de su tiempo, lo que no representa necesariamente una tiranía. Por ejemplo la protagonista, la condesa de Conquereuil, a la par de estar investida de poder sobre sus vasallos, tiene el deber de velar por su bien. De hecho demandan de ella que imparta justicia, que les consiga hospedaje y manutención, o que les pague lo debido. Desde luego no es una democracia ni hay un igualitarismo legal, pero eso no significa que todo se deje al capricho de los que gobiernan, sino que cada uno se ha de someter a una serie de normas vinculadas a su posición social. Por otra parte también los nobles mantienen una relación de vasallaje con otros nobles o reyes.
Y por último señalar lo más importante: los propios personajes y sus vicisitudes. La historia en sí, vamos. Como ya he adelantado, está cargada de humanidad, de frescura.
En primer lugar doña Poppa, condesa de Conquereuil, bella, generosa (rayando en lo pródigo), verdaderamente enamorada de su marido a quien pierde de forma inesperada, noble de cuna y de conducta, y por encima de todo, madre. Siempre pensando en sus hijas, la hermosa Mahaut y la menguada Lioneta, por quien está dispuesta a atravesar media Europa hasta Santiago y acabar sus días recluida en un monasterio.
Pero hay más figuras sobresalientes. Como don Morvan, el jefe de la tropa que custodia a la condesa; bravo, leal, de frente por la vida, acostumbrado a mandar y a ser el brazo ejecutor de las órdenes de su señora, aunque a menudo no las comparta. Su carácter queda perfectamente retratado en la escena en que doña Poppa y el grupo de bretones que la acompaña tratan de entrar en una catedral de Santiago rebosante de fieles; unos entrando, otros saliendo, otros durmiendo en el pavimento y estorbando el paso, de modo que “los bretones anduvieron como si pisaran huevos, hasta que don Morvan se hartó o fue que no estaba acostumbrado a ir de tal modo por la vida, sino, muy al contrario, con el camino expedito y mandando, por eso alzó la voz y gritó en franco:
- Pas a madame la comtesse de Conquereuil!Lo dijo en lengua franca y todos entendieron, se apartaron más y los que estaban durmiendo se levantaron. Entonces los bretones pudieron caminar por la nave central hacia el altar…”
O la buena de doña Crespina, o la servicial doña Gerletta, o el fraile don Walid, o el negro eunuco Abdul, o la singular amazona doña Andregoto, o la reina doña Elvira, o tantos otros personajes que van tejiendo una trama sugestiva y entrañable.
En definitiva, se trata de una obra deleitable, y escrita con el talento preciso como para trasladar al lector a los albores del segundo milenio sin necesidad de artificios ni solemnidades. Muy recomendable.