En 2017 escribí una carta dirigida a Kenneth Branagh publicada en este mismo blog. Entre otras cosas le decía que en su salto a los Estados Unidos había hecho algunas cosas que no me entusiasmaban (véase, por ejemplo, la película Wild, Wild, West). La razón, probablemente, era darse a conocer al gran público norteamericano. No sé, él sabrá; a mí darse a conocer imitando a los demás no me parece una buena elección.
De todos modos no por ello ha dejado de hacer cosas valiosas, como su última producción de la cual es autor y director, me refiero a Belfast.
La película narra la historia de una familia protestante en Irlanda del Norte a finales de los años sesenta, pero lo hace a través de los ojos del hijo menor, Buddy. Conocemos los problemas de sus padres bajo los cuales discurre siempre el gran amor que se tienen, o a unos abuelos entrañables de los que también sobresale su bondad y su amor.
Es una película que aporta algo que se echa de menos en el cine: el protagonismo de personas; la posibilidad de asistir a sus historias, de contemplar la hondura del drama humano, y no relaciones banales de seres de papel.
Branagh entiende perfectamente el lenguaje cinematográfico y lo subraya sin pudor en el uso de los planos de cámara.
En definitiva, una película recomendable, con el trasfondo del fanatismo (de todo signo) que polariza las sociedades y ante el que sólo la nobleza de corazón nos pone a salvo.