El demonio es el gran ilusionista. Vende humo y parece que
ofrece el universo entero, pero apenas te vas a apropiar de lo que da, pluf, se
desvanece.
Sabe jugar de farol, sin un solo as con su
sonrisa hierática da a entender que tiene repóker y nos lo tragamos una y otra
vez.
Uno de sus números más logrados es borrar de nuestro
horizonte la muerte. La muerte nos acompaña siempre. Está aquí y allí. No hay
día que no asome su inquietante rostro en las noticias, en el vecindario, la
familia, los conocidos, y sin embargo se nos antoja ajena. Parece que no va con
nosotros. ¡Parece!
El Príncipe de la Mentira inoculó la idea de que había que acercarse
al mundo etsi Deus non daretur, como
si Dios no existiera, y ahora ha dado un paso más, ha conseguido que nos
acerquemos a la vida como si la muerte no existiera.
Y así pasamos los días entre el ajetreo de lo cotidiano y
las mil distracciones que seductoras se nos ofrecen hasta que llegue el
instante fatal en que nos encontremos frente a la fosa y reparemos en que ¡no
hemos vivido! Hemos impostado mil vidas que no eran la nuestra cacareando
frases e ideas prestadas, adoptando poses banales, atesorando bienes efímeros.
Porque vivir es sacar adelante un proyecto personal auténtico, interesante,
radical, personal, único.
Honores, dineros, palmaditas, ascensos, discursos… todo
volará. En el fondo siempre fue humo, vaho, nada.