Este relato está dedicado a mi sobrinas Carmen y Pilar, ambas en la foto en todo su esplendor.
Primavera
- ¡No hay quien lo aguante! ¡Malditos, malditos y mil veces malditos!
Llevado por la indignación, Diego Núñez no se percató de que sus pensamientos se materializaban en sonoros bramidos. Cerró el periódico con rabia y se levantó del banco en el que había pasado la última media hora. En momentos como aquel se desenvolvía con un vigor impropio de su avanzada edad.
Aferrando el diario como el halcón a su presa, se alejó a buen paso del florido parque.
Cuando llegó frente a la portada plateresca de San Cristóbal el apresurado paseo había atemperado algo sus ánimos. Entró por una de las puertas laterales y, a la par que hacía la genuflexión y se santiguaba, echó un vistazo al templo. En la penumbra apenas se intuían a unas pocas feligresas recogidas en oración. Caminó hasta el altar y entró en la sacristía.
Carlos plegaba el alba que acababa de emplear para la celebración. La esbelta figura del cura cuarentón se veía coronada por una espesa cabellera prematuramente encanecida. Según Diego, era un sacerdote de “los de verdad”; lo que en boca del impetuoso anciano era el más alto reconocimiento que cabía hacerle.
Siempre vestía de cleriman y aunque a sus misas de diario apenas acudía una docena de beatas, predicaba en todas ellas con el mismo fervor que si lo hiciera ante el mismísimo Papa.
- Buenos días, padre. ¿Ha leído la prensa esta mañana?
- ¡Buenos días nos dé Dios! Le veo con muchos bríos.
- Y no es para menos. ¿Se ha enterado de lo del teatro?
- ¿Teatro? No, no sé “lo del teatro” –respondió el clérigo con cierta sorna.
- Pues ahora lo va a saber. Escuche.
Diego se colocó las gafas que llevaba colgadas del cuello por un cordel y comenzó a leer.
- “Gran éxito en el estreno de «Blasfemia». Según ha manifestado la crítica, con su espectáculo transgresor Mikelet ha sido capaz de elevar el sacrilegio a la categoría de genialidad artística”.
Miró por encima de las lentes a su oyente.
- ¿Sigo?
La sonrisa inicial se había desvanecido del rostro del presbítero que permanecía callado.
- ¡Pues sigo! A continuación explica la “artística” representación. Dice que se desarrolla en un prostíbulo llamado Getsemaní que regenta un obispo. Se parodia la última cena. Aparecen los apóstoles en posturas obscenas. Arrojan formas al público como si fuesen hostias consagradas y, lo peor de todo, es que a la Virgen...
- ¡Basta ya, por favor!
Nunca había visto a Carlos reaccionar tan bruscamente. Tras unos segundos de calma tensa, Diego Núñez intervino de nuevo.
- Es infame. A mí también me ha herido sólo leerlo.
Luego, alzando algo la voz, añadió:
- ¡Tenemos que hacer algo!
El clérigo, con expresión grave, mantenía la mirada fija en el alba.
- Sí –respondió al cabo-. Voy a tener el Santísimo expuesto todo el día y toda la noche como desagravio a Nuestro Señor.
- Claro, claro. Eso está muy bien. Pero yo me refería a algo más. Ya sabe, a Dios rogando y con el mazo dando.
Tenemos que movilizarnos, manifestarnos, echar el teatro abajo si hace falta. ¡Hay que armarla! ¿Se cree que se atreverían a una cosa así si se tratara de musulmanes? Ya se andarían con ojo. Pero con los cristianos vale todo. Somos como el juguete del pin, pan, pun.
- El Señor nos iluminará. Él sabe lo que hay que hacer. Oremos ante el Santísimo.
- ¡Por favor, padre, que no está el horno para misticismos!
Después de insistir en sus propuestas de acción directa y constatando que allí no iba a obtener la respuesta deseada, el vehemente feligrés se despidió cortésmente y fue a buscar otro auditorio donde tuviera mayor aceptación.
Por su parte el clérigo tras revestirse nuevamente, se dirigió con la custodia hacia el altar.
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Diego acabó por reunir un grupo de afines para realizar una concentración de protesta. El resultado no pudo ser más calamitoso. Se encontraron apenas veinte personas rodeadas por dos veces más policías. Mientras muchos de los asistentes a la función les insultaban llamándoles “fascistas” y “viejos de mierda”, el jefe de la policía no hacía más que quejarse de la pérdida de tiempo que le suponía echar la tarde en custodiar a “cuatro meapilas”.
Al día siguiente varios periódicos se hicieron eco de su “hazaña”. Les calificaban de grupo ultra e intransigente. Lo que más dolió a Diego Núñez fue que incluso desde tribunas supuestamente de inspiración cristiana tachaban su acción como “desmedida, antidemocrática y fuera de lugar”. ¿Es que nadie defendía el honor de Dios?
Por si fuera poco, al amparo de la polémica desatada por la concentración, el espectáculo recibió la atención mediática que precisaba para lograr un éxito inusitado. Diego Núñez empezó a sospechar que el eco concedido a su minúscula manifestación no era casual.
En todo caso su gesta le costó dos semanas de reposo por un ataque de ciática y una multa de cuatrocientos euros por alterar el orden público.
Cuando por fin pudo levantarse de la cama, acudió compungido a hablar con el sacerdote y le interpeló:
- Padre, usted tanto rezar y mire en qué ha quedado todo. ¿Dónde está la respuesta de Dios?
Carlos clavó sus ojos en los del malparado feligrés antes de lanzarle su oráculo.
- Dios siempre responde, pero a su manera.
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Navidad
La escarcha que tapizaba el parque le confería un aspecto mágico, irreal. Diego, con las manos enfundadas en los bolsillos del abrigo, resoplaba vaho mientras caminaba pausadamente. De cuando en cuando se detenía a contemplar el apacible paisaje. Abetos envueltos en fino aljófar, fuentes de cristal, ahuecados gorriones dando saltitos con aparente despreocupación.
Esos días le resultaban singularmente gratos. El frío intenso y la quietud consiguiente le producían sosiego.
Se detuvo frente a la estatua de una sirena varada al borde de un helado estanque. Su torso voluptuoso adoptaba una pose insinuante. No tardó caer cautivo por el rostro impasible de la ninfa. Su mirada pétrea y atrayente parecía destilar vida. ¿Qué poderosa fuerza latía bajo aquella sugerente figura? Una ola de sensualidad y estremecimiento comenzó a apoderarse de él.
La presión inesperada de unos bracitos a la altura de la cintura rescató al octogenario Ulises de su hechizo. Para su sorpresa, descubrió que quien tan fogosamente lo abrazaba era una niña de unos cinco años con evidentes rasgos de síndrome de Down. Enmarcada por un pasamontañas pardo, su carita redonda asomaba sonriente y le observaba sin pestañear.
En un intento por recuperar el control de la situación, acertó a farfullar:
- Hola niña. ¿Cómo te llamas?
No obtuvo respuesta. La criatura continuaba sujetándole con el mayor contento.
A lo lejos se oyó una voz femenina.
- Carmen, Carmen.
Diego Núñez giró la cabeza en aquella dirección. Una pila de bolsas con piernas se acercaba a trote desacompasado.
- ¡Espérame, Carmen! ¡No te muevas de allí!- Insistía la montaña andarina sin dejar de aproximarse.
Cuando les dio alcance emergió de entre los bultos un semblante enrojecido por la carrera.
- ¡Menos mal! Muchas gracias. Gracias, gracias –Repetía entrecortadamente.
- No faltaba más. Además, en realidad no he hecho nada. Más bien ha sido su hija la que me ha atrapado a mí.
- Ya perdonará. Se me ha escapado corriendo y no la he podido sujetar.
- Pero cómo la va a coger. Ande, deme alguna bolsa que le echo una mano –Diego alargó los brazos dispuesto a ayudar.
- Gracias otra vez. No se puede imaginar qué mañana llevo.
Mientras el anciano le descargaba de parte de su peso, la mujer le iba explicando sus avatares matinales.
- Llevo una mañana de locura. Sus hermanos no arrancaban de la cama. A Pilar, cuatro años mayor que Carmen, se le ha caído todo el tazón del desayuno encima. Al final Carmen ha perdido el autobús y con el día que hace no hay manera de encontrar un taxi.
"La pobre hoy tenía una representación en una residencia de ancianos y le hacía mucha ilusión. Cuando le dicho que no nos quedaba más remedio que volver a casa, se me ha escapado corriendo.
Diego miró sonriente a la pequeña. Era la más pura expresión de la inocencia que jamás hubiera contemplado. Aquella isla inmaculada, ajena a las tempestades del mundo, despertó en el anciano una ternura infinita.
- Conque una diva, ¿eh? No vamos a dejar que esta estrella se pierda su actuación. ¿No le parece? Ya verá qué pronto lo solucionamos.
Sacó un teléfono móvil de uno de los bolsillos de la pelliza y haciendo malabares con las bolsas comenzó a teclear. La madre de Carmen lo miraba expectante.
- ¿Carlos? Oiga, necesito su ayuda. ¿Me podía echar un cable urgente?... Se trata de ayudar a un ángel y a su madre a llegar a una actuación... Sí, sí, de teatro... Ahora son las nueve... Sabía que no me fallaría. Si nos pudiera recoger a la entrada del Parque Prim nos haría un gran favor... De acuerdo, le debo una.
Miró satisfecho a la madre.
- Resuelto. Ya tenemos chófer.
Mientras esperaban a su socorro, Diego pudo conocer más sobre aquella mujer. Se llamaba María Ángel. Tenía seis hijos, la más pequeña de los cuales era Carmen.
Según contaba, era la niña más acompañada del mundo. Siempre había un hermano a mano para que le hiciera gracias o perrerías, según se terciara.
Escuchándola hablar, Diego se sentía reconciliado con el mundo. Ella no parecía preocupada por los temas que a él tanto lo atribulaban. La política, la economía, las “grandes cuestiones” con las que cada mañana se desayunaba, ahora se tornaban espectrales, efímeros deshechos que nada significaban al lado de la granítica realidad que representaba una madre junto a su hija mongólica.
El sacerdote no tardó en llegar con su destartalado Seat Ibiza. Durante el recorrido todos permanecieron con las prendas de abrigo, la calefacción no funcionaba y para que no se empañasen los cristales debían mantener las ventanillas entreabiertas.
- Lamento el fresquito, pero en este coche lo único que va bien es el aire acondicionado –dijo el cura señalando con un movimiento de cabeza la apertura de la ventanilla.
- Para nosotras este es el mejor coche del mundo –respondió María Ángel-. Además, nos gusta el fresquito, ¿verdad Carmen?
La niña desplegó una enorme sonrisa que contraía totalmente sus rasgados ojos.
- Nos gusta el fresquito –repitió con enternecedora candidez.
El temperamento expansivo de Diego Núñez no pudo refrenarse ante aquella estampa.
- ¡Pues a mí también me gusta el fresquito! Sí, señor. Porque en compañía de esta preciosidad me siento por dentro calentito y contento.
Sentado junto al conductor, gesticulaba vuelto hacia sus acompañantes.
- Además, a los Reyes Magos les voy a escribir una carta explicándoles lo buena y lo guapa que eres, y les voy a decir que te traigan todos los juguetes del mundo. ¿Me oyes, Carmen? Si quieres una cocina, pues una cocina. Una bici, pues una bici. Una muñeca, pues... ¡cien muñecas!
Carlos y María Ángeles estallaron en una carcajada ante la ocurrencia del copiloto parlanchín. La pequeña, viendo la jovialidad circundante, se unió al coro de risas.
A pesar de que el prelado afirmó disponer de un GPS infalible llamado San Miguel, éste no debía andar muy fino aquel día, así que tuvieron que dar unas cuantas vueltas antes de encontrar la residencia. Estaba ubicada a las afueras de la ciudad, en una zona alejada de las vías principales. Era una casona enorme y gris carente de cualquier tipo de ornamento y rodeada por una valla metálica. El microbús escolar ya había llegado y se encontraba aparcado en la parte externa.
Cuando accedieron al edificio, uno de los responsables del centro los acompañó a una sala donde los infantes se estaban cambiando ayudados por sus profesores. Los rasgos de los niños evidenciaban sus deficiencias psíquicas. En unos pocos casos venían acompañadas de minusvalías físicas. Aquí uno sentado sobre una silla de la que pendían unos pies abiertos en una postura imposible. Allá otro con la cabeza descoyuntada sobre un hombro se agitaba excitado. En otra parte una niña con un brazo retraído como una mantis religiosa.
Diego sentía el corazón encogido ante la visión de aquellas criaturas desafinadas. En su mente resonaba una y otra vez un interrogante: «¿Por qué?» Mientras avanzaba entre los pequeños, trataba de mostrar su cara más afable. No quería que los chiquillos sospechasen la inmensa piedad que le suscitaban.
Una de las profesoras cortésmente invitó a Diego a salir. La función iba comenzar enseguida y era mejor que la disfrutara junto con los residentes. Dándose por enterado dejó la “zona de camerinos”.
Al llegar a la platea el panorama que encontró le resultó acongojante. Los niños, al menos, mostraban alegría y vitalidad. Los viejos, sin embargo, vagando entre cuatro paredes, eran la viva encarnación de la desolación. Ojos hundidos en un abismo de tristeza. Miradas perdidas hacia los adentros, hurgando en el baúl de la memoria lo que un día fue o, tal vez, pudo ser y fatalmente ya nunca llegaría a ser.
En aquella atmósfera de orines y postración reinaba el espectro del abandono. Sin embargo no era eso lo peor, lo más inicuo era carecer de aquello que toda alma humana ansía, querer y ser querida. La soledad más radical es la de quien se sabe olvidado por quienes ama, y ese estigma infame lo padecían la mayor parte de los que languidecían en aquel ergástulo de náufragos.
El escenario había sido instalado en el salón-comedor. Para ello habían juntado varias mesas, decorándolas con un largo faldón de telas azules. Habían alineado varias filas de sillas, la mayor parte de las cuales ya habían sido ocupadas por los residentes.
Diego se acercó a un grupo de mujeres que charlaban con Carlos, pero apenas se había presentado, la encargada de la residencia se subió a la tarima y avisó de que la actuación daba comienzo de forma inmediata. Así que los dos hombres tomaron asiento en sendas sillas laterales y se aprestaron para disfrutar de la función.
La directora, coronada por una voluminosa permanente, embutidas sus robustas carnes en un extravagante vestido estampado, presentó la obra que iban a interpretar “los niños del Colegio Virgen del Pilar”.
Los pequeños aparecieron en fila india ataviados con sus disfraces navideños. Los que tenían dificultades motrices eran sostenidos por sus profesores. María Ángeles se había incorporado a la comitiva desde el momento mismo de su llegada. Al pasar junto a sus dos bienhechores les guiñó el ojo.
El cruce de miradas entre infantes y ancianos incrementaba la expectación ambiente. Ayudados por una maestra, los párvulos actores fueron tomando sus posiciones en el escenario. Una vez instalados, tomó la palabra la responsable del colegio. Era una mujer de mediana edad con aire juvenil. Lucía una larga melena y vestía un grueso suéter de cuello vuelto y pantalones vaqueros. Con una dicción modulada y clara dijo:
- Buenos días. En primer lugar, me gustaría expresarles la gran satisfacción que nos produce poder compartir con ustedes esta velada. Nos hacía mucha ilusión venir aquí, de hecho los niños llevaban días impacientes preguntando cuándo iba a llegar este momento –sus palabras, cargadas de sinceridad, destilaban respeto-. La obra se titula “Ha nacido Jesús”. Se trata de una recreación del nacimiento desde la Anunciación hasta la huida a Egipto. Mi compañera Clara irá leyendo la narración que se irá desarrollando ante ustedes y que consta de un único acto. Sin más doy paso a la función. Estoy segura de que les va a gustar. Muchas gracias.
Diego miraba embelesado a esos pulgarcitos metidos en sus vestimentas palestinas. La atención volvía una y otra vez a Carmen, disfrazada de angelito, con unas alas de algodón sujetas a la túnica blanca y un aro asomando por encima de su cabeza a modo de aureola.
Los movimientos vacilantes de los intérpretes despertaron inmediatamente la simpatía de un público que milagrosamente había retornado al mundo de los vivos. Los niños reían cuando se daban cuenta de que cometían algún error, lo cual se producía casi constantemente. Alguno se tapaba la boca con las manos como queriendo retener la frase equivocada. Una de las pequeñas se hizo pis encima y tuvieron que sacarla para cambiarla. Su vocación artística quedó patente cuando, ante el berrinche por su retirada, los cuidadores se vieron obligados a reincorporarla a escena vestida de chándal.
La Virgen María no paraba de besar y acariciar la figura de niño Jesús que acunaba entre sus brazos. Al final uno tras otro pasaron a besar al Salvador.
El cierre fue un villancico casi ininteligible, y eso a pesar de la ayuda de los profesores. Pero con todo su desafine, sonaba a música celestial.
Entonces Diego Núñez cayó en la cuenta de que estaba llorando a moco tendido. Tenía las mejillas empapadas. Con cierto pudor, miró a su alrededor y se dio cuenta de que no era el único. No sólo eso, también contempló lo que unos minutos antes le hubiera parecido imposible. En los rostros de aquellos octogenarios desahuciados se reflejaba felicidad.
El estribillo del villancico seguía sonando en las voces del orfeón infantil: “¡Gloria in excelsis Deo! ¡Gloria in excelsis Deo!” Varios ancianos lo coreaban, pero Diego era incapaz. Un nudo en la garganta se lo impedía.
Cruzó su mirada con la de un Carlos pletórico.
- Padre –dijo entre sollozos que ya no trataba de ocultar-, sabe qué le digo, que tenía razón. Dios responde a su manera. A aquella obra infame, responde en este humilde rincón del mundo con sus pequeños ángeles. Una vez más lo menospreciado, lo débil, manifesta su gloria. ¡Qué bien lo hace todo!
- Te has dado cuenta, ¿eh? Ahora ¡a cantar!
Como buenamente pudieron se incorporaron al coro que daba gloria a Dios de la manera más desacompasada y entregada que jamás se hubiera escuchado.