El policía local hablaba en un tono chulesco y provocativo.
Por su parte, el viandante trataba de explicarse, pero al agente aquellas aclaraciones
le traían al pairo. Su única preocupación era demostrar que él mandaba y que no
le rechistaba ni su padre. Veía en la corrección del ciudadano un signo de
debilidad, lo cual le llevaba a incrementar más y más su grado de agresividad. La
situación llegó a un punto tal que, ante las amenazas recibidas, el transeúnte
ejercitó su derecho de solicitar al policía su número de identificación.
¿Número de identificación? Pero qué se creía ese carroza
finolis. El agente, irritado, se negó a dárselo y elevó aún más el tono. Hacía
rato que aquello se había convertido en algo personal.
Entonces, el maduro peatón hizo algo que le desagradaba
profundamente, pero que entendió era necesario. Sacó su tarjeta y se presentó.
En la misma aparecía su nombre junto con la profesión: “Fulanito. Juez”. La actitud del agente dio un giro
de ciento ochenta grados. Donde antes había agresividad, ahora afloraban buenas
maneras. Donde una actitud intimidatoria, corrección. Donde arrogancia,
humildad.
Aquel juez justo, manteniendo la misma presencia de ánimo de
la que había hecho gala en todo momento, dijo aproximadamente estas palabras:
Ahora, al saber que soy juez, ha
cambiado su actitud. Pero mañana puede dar con otra persona que no sea juez ni
cuente con el amparo necesario y, posiblemente, vuelva a actuar del modo
abusivo que ha tenido para conmigo hace un momento.
No quiero perjudicarle ni que le
sancionen, pero al menos sí voy a hacer que conste en su expediente. Así le
servirá de recordatorio y la próxima vez que se vea en una situación similar,
quizá reflexione y modifique su modo de conducirse.
Verá, cuando por algún motivo
estoy mal, alterado o irritado, jamás dicto sentencia, pues mi decisión fácilmente
se puede ver influida por mi estado de ánimo, y eso afecta al futuro de otras
personas. Así que aplazo la decisión, tomándola en el momento en que he
recobrado la calma.
También usted posee una autoridad
que afecta a los demás y ha de saber ejercerla.
Lo narrado es real. Tan real, que me lo contó mi amigo
taxista Teo, quien tuvo de pasajero al juez de esta historia, que fue quien se
la relató a él.
He de aclarar que, afortunadamente, no se trata de un modo
de proceder generalizado en la policía local. En los últimos tiempos me han “prescrito”
alguna “receta” yendo al volante y he de
decir que han actuado con total corrección.
De todos modos, de los hechos narrados podemos sacar
algunas lecciones:
La primera, que debemos evitar tomar decisiones cuando
estamos excitados. San Ignacio de Loyola decía aquello de, en la turbación, no
mudar.
La segunda es que una amonestación o un castigo no es algo
intrínsecamente perverso, sino que bien administrado, puede ayudar a rectificar
y crecer. Privar de una sanción a alguien, no necesariamente le hace bien. A
menudo, una amonestación proporcionada es edificante, ayuda a mejorar a la otra
persona y evita males futuros.
Y la última es esta: la autoridad no es un privilegio, sino
el ejercicio de una responsabilidad. Aquí vemos una mal realizada (la del policía)
y otra bien efectuada (la del juez). Tan malo es abusar de ella como dejar de
ejercerla cuando ha lugar.