Todavía no ha asomado el sol y ya me he lavado, afeitado, preparado zumos para las liliputienses, hecho la cama, engullido el desayuno, arreado al personal menudo y dado un par de voces mientras busco dónde fueron a parar la pasada noche las zapatillas de la más pequeña. ¡Voy a llegar tarde al trabajo! Da igual que adelante el despertador diez minutos, quince, veinte, siempre hay algún factor que devora el tiempo para conducirme al minuto crítico.
Me despido de las niñas, doy dos besos a mi mujer y salgo por la puerta como si escapara de un incendio. Llamo el ascensor. La corbata colgando y sin anudar, los cordones de los zapatos desatados y el corazón corriendo más rápido que mi tía Julia en día de rebajas. Se abre la puerta. ¡Sorpresa! Dentro está mi vecina del piso de arriba. Tiene una niña pequeña que se ha quedado en casa con su marido y por lo que veo sus arranques matinales no andan muy lejos de los míos. Lleva la americana colgando del brazo, la blusa salida fuera del pantalón y dos botas de caña en las manos. Sin poder disimular la congoja, emite una risita nerviosa. Se limita a saludar con un tímido “hola”. Para quitarle hierro al asunto, comento:
- Buenos días. Tranquila, a mí me pasa lo mismo, ya ves cómo salgo.
Convertido el ascensor en un ropero comunitario, comienza el descenso que pronto es interrumpido por el vecino del primero. Se abre la puerta. Yo agachado atándome los cordones y con la corbata colgada de la nuca, mi vecina sujetando una bota con el codo mientras trata de calzarse la otra. Se ha puesto roja como un tomate. Situación comprometedora. El del primero permanece boquiabierto. La partida se juega en 0,7 segundos, después será demasiado tarde. Sonrío y me dirijo a él con jovialidad:
- Como se dice en estos casos: no es lo que parece.
Reímos todos mientras nuestra vecina se apresura todavía más en su acicalamiento.
Se abre la puerta del ropero andante y nos despedimos, marchándonos cada uno por un lado. De camino al trabajo me acuerdo de Parménides, primer filósofo que afirmó aquello de “no es lo que parece”. En esa época no había ascensores, pero sí malos entendidos. Por algo distinguió la doxa o “vía de la opinión”, que se quedaba en lo aparente, y la “vía de la verdad”, que buscaba ir más allá de lo puramente fenoménico. Me pregunto si mi vecino del primero será de los de la doxa o la episteme, y no puedo evitar volver a sonreírme.