Sebastián, autor del blog "El coleccionista de mundos", me pidió un escrito sobre la obligatoriedad de leer ciertos clásicos en el instituto. A petición suya, la versión para el citado blog es muy resumida. La completa es la que figura aquí:
Comienzo de curso. El profesor explica en qué va a consistir la asignatura ese año. No para. ¿Pero cuántos días creerá que tiene un curso? Lo peor está por llegar: “Los libros de lectura obligaría serán…”. Se disparan las sirenas. Las luces rojas parpadean. ¡Entramos en DEFCON 2!
“Tras la lectura habrá que hacer un trabajo en el que figure: análisis de…, estructura de…, composición de…, sintaxis…, empleo de…” ¡¿Todo eso?! ¿Pero hemos venido a estudiar literatura o a descuartizar un libro?
Y llega el día fatídico, solo, en tu cuarto, entre suspiros. Coges el libro con una mezcla de resignación y desprecio y dejas correr las hojas entre tus dedos. ¡Qué tocho! Quizá sólo sean cien páginas, ¡pero es un tocho! ¿No tendría otra cosa en que emplear el tiempo su autor? Entonces te entran unas ganas enormes de leerte cualquier libro del mundo menos ese. Ahora mismo te atrae más la guía telefónica que el “libro obligatorio”. Por fin, te resignas a la fatalidad y lees.
Contado así, todo parece indicar que “tener que” leer un libro clásico es algo horroroso, pero yo más bien creo lo contrario. Otra cosa es que hay muchas formas de “tener que”. No es lo mismo “tener que” comer veinte gramos de proteínas, ochenta de hidratos y doscientas kilocalorías, que tomar un plato de paella. Que sí, que hablamos de lo mismo, pero no, no es lo mismo.
Veamos, un clásico es una obra que permanece actual. De hecho, es más actual que el último best-seller. La novela oportunista suele nacer con fecha de caducidad y al poco tiempo se convierte en una antigualla estrafalaria sin el menor interés. Por contra, el clásico permanece con el vigor de lo intemporal. Los clásicos penetran el alma de las cosas y, sobre todo, de la vida. Indagan en aquello realmente importante, donde nos jugamos el todo por el todo: la muerte, el amor, el dolor, el sentido de la existencia, la belleza, el temor, la verdad, la justicia, la amistad… y lo hacen con tal acierto y originalidad que marcan un antes y un después.
Lo que sucede es que te pueden introducir a un clásico de muchas maneras, por ejemplo, dándote un bisturí y una mascarilla y diciéndote: “Mira, ahí tienes el cadáver. Esta es su ficha policial. Ahora, ¡hazle la autopsia!”. Este modo es horroroso, claro está; además, es una estafa, la antítesis de un “clásico”. En vez de presentarte a alguien deslumbrante, vital y entusiasmante te ofrecen un muerto en descomposición.
Pero hay otra forma, a saber, dando las pistas que nos ayuden a indagar en sus inagotables misterios. No queremos que nos chafen la historia, sino que nos ayuden a comprenderla, a mirar, que despierten nuestra curiosidad, que nos hagan adivinar que adentrándonos en esas páginas podemos vivir una aventura sin igual, que hay mil matices, planos inagotables, irrepetibles, extraordinarios. Es básicamente lo que hace “El coleccionista de mundos” con sus reseñas, aunque en este caso ponga la atención en todo tipo de obras. ¿Será por eso que estoy tan enganchado a este blog?