Entre la orfandad de los adeptos y la liberación de los sometidos, todo un abanico de vivencias se desencadenaron con la caída del régimen soviético, el mismo que venía a ser la plenitud de los tiempos al modo hegelino. Svetlana Aleksiévich recoge esos testimonios en El fin del “Homo Sovieticus”.
Con el colapso del régimen soviético cayó la religión política más vigorosa del siglo XX, aunque sus secuelas pervivan en formas tan diversas como el belicoso nacionalismo ruso actual. Sus adeptos, que engrosaban miríadas de hombres y mujeres, quedaron sumidos en la más absoluta desorientación. Ya no había un Partido que les dijera qué hacer, qué era lo correcto, qué era la verdad. Los hubo que quedaron perplejos ante su propia adscripción a aquellos mitos que se desvanecían, como es el caso de la propia Aleksiévich: “Habernos perdido los años de la Revolución y la guerra civil nos producía un dolor tan intenso que casi nos arrancaba las lágrimas. ¡No habíamos estado allí! Ahora una echa la vista atrás y se pregunta si de veras aquellas personas éramos nosotros. ¿Así era yo? ¿En serio?”
Cuando llega la libertad de prensa y se desclasifican los documentos, “las personas leían en silencio los periódicos y las revistas. ¡Un horror insoportable se había abatido sobre todos! ¿Cómo convivir con él? Muchos vieron en la verdad a un enemigo. Lo mismo que hicieron después con la libertad”. Y es que “nadie nos había enseñado a vivir en libertad. Sólo nos habían enseñado a morir por ella”.
Entre los testimonios que llevo leídos uno de los que más me ha impresionado es el de una convencida comunista capaz de reconocer las injusticias de aquel régimen, empezando con su propio padre, apresado en la guerra con Finlandia y después encerrado en su propio país por haber caído prisionero, pero que permanece fiel a su ideario, fuera del cual no ha sido capaz de encontrar sentido a la vida. Esta mujer tiene que revisar los expedientes clasificados y encuentra casos como el siguiente:
“Una kommunalka cualquiera la ocupan cinco familias, veintisiete personas. Comparten cocina y un cuarto de baño. Dos de las vecinas han trabado amistad. Una tiene una hija de cinco años; la otra vive sola. Espiarse unos a otros era moneda común entre los inquilinos de las kommunalkas. Se escuchaban unos a otros. Y aquellos que ocupaban habitaciones de diez metros cuadrados envidiaban a los que habían conseguido una de veinticinco. Así es la vida… Pues bien, una noche aparece un automóvil de los que utilizaba e NKVD para los arrestos, un «cuervo negro», como eran conocidos, frente al bloque de apartamentos. Acuden a arrestar a la madre de la niña de cinco años. Ésta, antes de que se la lleven, consigue gritarle a su joven amiga: «cuida de mi hija si no vuelvo. No dejes que la encierren en un orfanato». Su amiga le respondió al ruego y se quedó con la cría. Ello le valió el derecho a ocupar una segunda habitación… La niña aprendió a llamarla mamá: «mamá Ania»… Diecisiete años hubo de esperar para que la verdadera mamá volviera de los campos de trabajo. Llegó y se postró ante su amiga para besarle manos y pies. Por lo general, en los cuentos de hadas las historias acaban con una escena de este tipo, pero la vida real suele regalar finales bien distintos, no hay finales felices. Cuando llegó Gorbachov y los archivos se volvieron de dominio público, preguntaron a la ex presidiaria si quería echar un vistazo a su expediente. Ésta respondió que sí, comenzó a hojear la carpeta etiquetada con su nombre y dio enseguida con la denuncia… Reconoció la letra al instante. Era la de su vecina, la de «mamá Ania». Fue ella quien la denunció y la mandó a la cárcel… ¿Usted lo entiende? Yo soy incapaz. Y aquella mujer tampoco pudo entenderlo, de manera que volvió a casa, se anudó una soga al cuello y se ahorcó”.
La condición humana es su más dramática expresión.