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BITÁCORA DE RAFAEL HIDALGO

miércoles, 25 de mayo de 2022

El "homo sovieticus" o ascenso y caída de una fe brutal



Entre la orfandad de los adeptos y la liberación de los sometidos, todo un abanico de vivencias se desencadenaron con la caída del régimen soviético, el mismo que venía a ser la plenitud de los tiempos al modo hegelino. Svetlana Aleksiévich recoge esos testimonios en El fin del “Homo Sovieticus”.

 

Con el colapso del régimen soviético cayó la religión política más vigorosa del siglo XX, aunque sus secuelas pervivan en formas tan diversas como el belicoso nacionalismo ruso actual. Sus adeptos, que engrosaban miríadas de hombres y mujeres, quedaron sumidos en la más absoluta desorientación. Ya no había un Partido que les dijera qué hacer, qué era lo correcto, qué era la verdad. Los hubo que quedaron perplejos ante su propia adscripción a aquellos mitos que se desvanecían, como es el caso de la propia Aleksiévich: “Habernos perdido los años de la Revolución y la guerra civil nos producía un dolor tan intenso que casi nos arrancaba las lágrimas. ¡No habíamos estado allí! Ahora una echa la vista atrás y se pregunta si de veras aquellas personas éramos nosotros. ¿Así era yo? ¿En serio?”

 

Cuando llega la libertad de prensa y se desclasifican los documentos, “las personas leían en silencio los periódicos y las revistas. ¡Un horror insoportable se había abatido sobre todos! ¿Cómo convivir con él? Muchos vieron en la verdad a un enemigo. Lo mismo que hicieron después con la libertad”. Y es que “nadie nos había enseñado a vivir en libertad. Sólo nos habían enseñado a morir por ella”.




Entre los testimonios que llevo leídos uno de los que más me ha impresionado es el de una convencida comunista capaz de reconocer las injusticias de aquel régimen, empezando con su propio padre, apresado en la guerra con Finlandia y después encerrado en su propio país por haber caído prisionero, pero que permanece fiel a su ideario, fuera del cual no ha sido capaz de encontrar sentido a la vida. Esta mujer tiene que revisar los expedientes clasificados y encuentra casos como el siguiente:

 

“Una kommunalka cualquiera la ocupan cinco familias, veintisiete personas. Comparten cocina y un cuarto de baño. Dos de las vecinas han trabado amistad. Una tiene una hija de cinco años; la otra vive sola. Espiarse unos a otros era moneda común entre los inquilinos de las kommunalkas. Se escuchaban unos a otros. Y aquellos que ocupaban habitaciones de diez metros cuadrados envidiaban a los que habían conseguido una de veinticinco. Así es la vida… Pues bien, una noche aparece un automóvil de los que utilizaba e NKVD para los arrestos, un «cuervo negro», como eran conocidos, frente al bloque de apartamentos. Acuden a arrestar a la madre de la niña de cinco años. Ésta, antes de que se la lleven, consigue gritarle a su joven amiga: «cuida de mi hija si no vuelvo. No dejes que la encierren en un orfanato». Su amiga le respondió al ruego y se quedó con la cría. Ello le valió el derecho a ocupar una segunda habitación… La niña aprendió a llamarla mamá: «mamá Ania»… Diecisiete años hubo de esperar para que la verdadera mamá volviera de los campos de trabajo. Llegó y se postró ante su amiga para besarle manos y pies. Por lo general, en los cuentos de hadas las historias acaban con una escena de este tipo, pero la vida real suele regalar finales bien distintos, no hay finales felices. Cuando llegó Gorbachov y los archivos se volvieron de dominio público, preguntaron a la ex presidiaria si quería echar un vistazo a su expediente. Ésta respondió que sí, comenzó a hojear la carpeta etiquetada con su nombre y dio enseguida con la denuncia… Reconoció la letra al instante. Era la de su vecina, la de «mamá Ania». Fue ella quien la denunció y la mandó a la cárcel… ¿Usted lo entiende? Yo soy incapaz. Y aquella mujer tampoco pudo entenderlo, de manera que volvió a casa, se anudó una soga al cuello y se ahorcó”.

 

La condición humana es su más dramática expresión.

miércoles, 11 de mayo de 2022

Un reencuentro en la distancia con Fernando de Felipe




Hacía unas caricaturas geniales. Todavía recuerdo la de un astronauta enfundado en su traje rascándose un pie descalzo con cara de alivio. Él debía tener unos quince o dieciséis años, de modo que yo andaría por los doce.



 


Tiempo después, cuando él andaba por los diecisiete (año 1982), comenzó a publicar en el suplemento dominical de Heraldo de Aragón la serie Los domingueros de la galaxia. La protagonizaba un equipo militar espacial al que le sucedían las más hilarantes aventuras. Las viñetas estaban salpicadas de guiños a distintas obras de ciencia ficción, como La Guerra de las Galaxias o los relatos de Ray Bradbury. La saga se transformaría en Crónicas Murcianas y, posteriormente, en En busca de la parca perdida, contando con los mismos protagonistas (el capitán Armando Guerra, J.J., Mamancio Remongol…).




Improvisadamente cesaron aquellas historias. Fernando de Felipe había ascendido a la primera división y comenzaba a ilustrar para revistas especializadas y libros de cómics. Fue precisamente entonces, cuando se daba a conocer al gran público, que yo le perdí el rastro.

 

Hace unos días descubrí una entrevista que le habían hecho en Youtube. Contaban cómo en los noventa había llegado a ser uno de los referentes del cómic español, hasta que un día, al estilo de los Héroes del Silencio, dijo: “hasta aquí”, y fuese; no a la nada, sino al mundo de la guionización cinematográfica y la formación en dicha disciplina, labor en la que se ha desempeñado los últimos lustros. Casi al final de la entrevista anunciaba una reedición de sus libros ampliada con bocetos y comentarios.

 

Aquel reencuentro virtual me animó a comprar un par de sus “clásicos”; en concreto la versión ilustrada de El hombre que ríe (inspirada en la obra de Víctor Hugo), y S.O.U.L. En ese y en otros foros todo eran parabienes con respecto a su labor como ilustrador de cómics; dadas sus innegables dotes, no era de extrañar. Pero tan pronto los tuve en mis manos me encontré con unas ilustraciones grotescas, que mostraban personajes degradados habitando un mundo desesperanzado. ¿Se trataba de un estímulo del sentido crítico? Tal vez, pero en actitud de demolición.




Hay destreza ilustrativa, sin duda, pero no belleza, y en la medida en que ésta existe está amordazada por lo tenebroso y lo abyecto.


Pensé en el prestigio que tiene lo oscuro, el catastrofismo, lo negativo; en las inmensas posibilidades que tenía (y confío en que aún tenga) Fernando de Felipe, y en el camino que escogió y que tantos aplausos le han valido, todo hay que decirlo.




Quien escribe, ilustra, exhibe, estimula un tipo de mirada en el otro, pero qué clase de mirada ofrecen estas historias. Es el asco por un mundo que parece corrompido de raíz, en la que no se atisba un hálito de esperanza.


Le deseo grandes éxitos, pero por encima de todo, espero que sea capaz de engendrar y compartir luz. "Licht! Mehr licht!", fueron las últimas palabras de Goethe antes de morir. Esa debería ser la consigna: ¡Luz! ¡Más luz!