En ocasiones hago preguntas peculiares a las personas de confianza, del tipo: ¿a qué personaje histórico te gustaría conocer? ¿Qué comida prepararías si los reyes de España acudieran a tu casa? En fin, cuestiones que pueden sonar infantiles pero que a mí me entretienen y me ayudan a conocer a los demás.
Una de esas preguntas de apariencia inocente era: ¿qué consejo darías a tu yo de diez años si viajaras en el tiempo y pudierais mantener una breve conversación? Naturalmente sin que tu niño o niña del pasado reconociera tu identidad.
La cosa iba bien hasta que un día se me ocurrió formularme dicha cuestión a mí mismo: ¿qué sugerencia daría al Rafaelito infantil si viajara en el tiempo?
Tras darle vueltas, formulé dos recomendaciones que me dejaron satisfecho. ¡Cuánto mejor me habría ido de seguir aquellos autoconsejos!
Sin embargo al poco reparé en un hecho terrible: dichas propuestas todavía hoy están por realizarse. Es decir, mis debilidades pretéritas, al menos algunas determinantes, continúan vigentes, con el agravante de que la experiencia acumulada, del conocimiento actual.