Acudo a la oficina principal de Correos para recoger un
envío. Pulso el botón del expendedor y cojo mi número. Veo que tengo para un
rato, así que me siento en uno de los bancos. En la amplia sala hay tres grandes paneles llenos de dibujos infantiles. La verdad es que
nadie les hace caso. Supongo que formarán parte de alguna campaña organizada
por la RENFE o como quiera se llame ahora.
De repente una voz recia rompe la desidia ambiente:
“¡Señora!, ¡señora! Está prohibido hacer fotos”. Levanto la cabeza sorprendido y veo cómo
el guarda jurado, en el que hasta entonces no había reparado, se acerca enérgico
hasta una pobre mujer que estaba a punto de hacer una foto a alguno de
aquellos dibujos ignorados. Con gesto hosco el vigilante insiste en su apercibimiento y la
mujer balbucea avergonzada una disculpa: "yo no sabía..."
¿Prohibido hacer unas fotos a unos dibujos infantiles? ¿Y
para qué los tienen expuestos en un lugar público? ¿Qué son, obras inmortales realizadas con materiales fotosensibles?
Me invade una ola de indignación y me acuerdo de algo que
hace unos días comentaba mi amigo Pepe. “¡Esto es asfixiante!”, se lamentaba.
“Todo está prohibido. Veo a un padre en bici con su hijo de ocho años jugándose
el tipo por la calzada porque por muy ancha que sea la acera un niño no puede
ya ir por ella. Y si un niño en bici no lleva casco, multa, y así con todo”. En aquella tertulia otros discrepaban: “Es que puede
atropellar a alguien. Es que puede pasar algo…” Pero Pepe, el más maduro del
grupo, se reafirmaba: “Yo de niño jugaba en la calle, y nuestros padres sabían
que nos podía pasar algo, pero asumíamos riesgos. Ahora todo está controlado y
cuando pasa cualquier cosa lo primero que se hace es buscar un culpable. ¡Esto es asfixiante!" -insistía.
Sí, Pepe, estoy contigo, aunque igual sólo seamos dos. Los dos últimos. Esto
es asfixiante. Todo normalizado, todo bajo control. No se puede. Prohibido.
Normas, normas y más normas. Y luego dos crías de quince años se pegan un lote
ostentoso en mitad de la calle buscando hacerse ver y todos tenemos que callar, hacer como que no pasa nada, y yo con mis hijas hacerme el tonto y buscar
otro camino para evitar chocarnos de frente con esa exhibición de impudicia
impuesta como otra norma. Bien saben las protagonistas que no hay autoridad ninguna, sólo norma, potestas, coacción. Se lo repiten a diario en el cine, la radio, la escuela, la televisión..., imponte sobre los demás al amparo de la norma. Por eso su gesto proclama un dogma inapelable: no hay virtud, sólo ley coactiva. No discrepar, no hablar, obedecer, aguantarse, mimetizarse con el rebaño.
Miro la pantalla digital y luego el papelito que sostengo entre mis
dedos. Va a ser mi turno. No te des mal. Coge el sobre que has venido a buscar y
vete. Olvida lo sucedido con los dibujos de los niños. Seguro que ellos se
habrían sentido orgullosos de saber que hay quien ha querido fotografiarlos,
pero alguien estúpido ha dictado una norma tan estúpida como él, otra más, y
aquí el capricho se hace ley mientras sobre el sentido común pesa la sospecha de fascismo.
“235”, mi turno. Firmo, recojo mi sobre y salgo a la calle.
Necesito respirar. Esto es asfixiante.