La película Juegos de guerra supuso mi despertar entusiasta al mundo de la informática. Un chaval, desde su dormitorio, era capaz de emprender una aventura galopante en compañía de una atractiva compañera de clase gracias al módem de su ordenador. Claro que en aquella hazaña casi desencadenaba la tercera guerra mundial.
Tenía yo entonces catorce o quince años y en cuanto se me presentó la oportunidad me apunté a un curso de programación en Basic.
La misma entidad financiera que había organizado el curso nos facilitó la adquisición de ordenadores personales a los que estuviéramos interesados, y así fue como me hice con un Sharp MZ700 con nada menos que 64 k de memoria RAM. La pera. Hoy cualquier reloj digital debe centuplicar varias veces esa capacidad, pero estamos hablando de 1983, cuando la empresa de Steve Jobs tenía diez empleados y Olivetti se forraba vendiendo máquinas de escribir.
Aquel aparato guardaba los archivos en cintas de casete que se metían en el propio ordenador. La vanguardia de la vanguardia de la avanzadilla mayor del reino.
La cuestión es que inspirado en Juegos de guerra apliqué mis recién adquiridos conocimientos en hacer un programa bastante apañado en el que hacía ver que el usuario entraba en la base de datos de la CIA y tenía a su disposición información tan relevante como la ubicación de los misiles de la OTAN en Europa occidental.
Situémonos: Por aquel entonces la cabeza visible de la Unión Soviética era un tío serio y carcamal llamado Yuri Andrópov que había participado en el aplastamiento del levantamiento húngaro de 1956 y que había pasado media vida dirigiendo la KGB.
El caso es que una tarde estaba yo con unos amigos (los hermanos Gallego, Enrique Ester y creo que José Luis Navarro) viendo la vida pasar, cuando salió el tema de los ordenadores. Como quien no quiere la cosa dejé caer que yo tenía uno y que había contactado con la base americana que todavía existía en Zaragoza. (¡OTAN no, bases fuera!, y todo aquello que se decía). Tal afirmación amoscó a mis colegas, pues una novedad tan relevante como la posesión de un ordenador no podía salir a la luz de forma tan anodina como esa. De tener realmente un ordenador yo lo habría anunciado a bombo y platillo desde el primer momento.
Para despejar sus dudas les invité a venir a mi casa a verlo, y ellos aceptaron encantados.
No hay cóctel más eficaz que la mezcla de verdades y mentiras. Apenas vieron el artilugio estuvieron dispuestos a tragar todo lo que les echara de comer. Ni cortos ni perezosos nos dispusimos a conectarnos con la base americana. Ni que decir tiene que mi ordenador no tenía conexión telefónica, así que les conté una milonga que asumieron sin miramientos.
Apenas empezaron a aparecer los datos de los misiles la excitación se apoderó del ambiente. Enrique empezó a gritar: "¡Pero tíos, sabéis lo que vale esta información! ¡Sabéis la pasta que esto vale!". Como si fuera el pistoletazo de salida de una carrera por la supervivencia, todos empezaron a copiar a boli los datos que iba aportando la pantalla.
Mientras se afanaban sonó el teléfono de casa que estaba en el pasillo. Salí a cogerlo y resultó ser un compañero de clase que llamaba para preguntar qué deberes nos habían puesto para el lunes. Dada la longitud del pasillo mis huéspedes no oyeron nada de la conversación, así que cuando regresé a mi cuarto pude comunicarles con la mayor seriedad del mundo que acababan de telefonear de la Capitanía General (en aquel entonces Zaragoza todavía contaba con una capitanía general) y que me preguntaban si tenía conectado el ordenador, pues de ser así estaba comprometiendo la seguridad nacional. Naturalmente yo lo había negado todo, pero ahora teníamos que apagarlo de inmediato o nos cazarían.
Entonces mis amigos empezaron a escribir como posesos las últimas localizaciones de lanzaderas de misiles. "¡Espera, no apagues, que me falta muy poco!"
Apenas desconecté, Enrique empezó a aleccionarnos sobre lo que debíamos y no debíamos hacer. "Tíos, esto vale una pasta, pero no se lo podemos contar a nadie. Tenemos que jurar que no se lo diremos a nadie. ¡A nadie!". Y así fue como nos conjuramos para sellar nuestro magnífico secreto.
A la salida comenzamos a andar agitados por los acontecimientos en que nos veíamos inmersos. Las calles estaban bastante desoladas y coincidió que un buen hombre caminaba unos diez metros por detrás de nosotros. Sobre la marcha se me ocurrió dar una vuelta más de tuerca al episodio, y les dije bajando la voz que aquel mismo individuo me había seguido la otra vez que me conecté.
La reacción del equipo anarco-informático recién conformado no se hizo esperar. Apenas giramos una esquina nos echamos a correr y nos guarecimos dentro del primer bar que encontramos. Desde el escaparate vimos pasar al peligroso agente al que habíamos conseguido dar esquinazo. Por supuesto no consumimos nada, pues manteníamos una disciplina ascética de inspiración paterna consistente en andar por la vida sin blanca.
Cuando al fin nos despedimos Enrique se quedó con las copias manuscritas de las bases secretas de la OTAN con el fin de hacer fotocopias para todos los demás. Recordó el juramento que habíamos adquirido y la importancia de mantenerlo. Y, por último, me dijo que me telefonearía por la noche para asegurarse de que todo iba bien. ¿Acaso no me habían llamado desde la mismísima Capitanía General?
Llegó la noche, y poco después de la cena sonó el teléfono.
- ¿Diga?
- Hola, Rafa, soy Enrique. ¿Todo bien?
- Enrique, ahora mismo no puedo hablar. Están llamando al portero automático y al asomarme al balcón he visto que había una furgoneta de la policía militar debajo de casa. Te tengo que dejar.
- ¡No fastidies! ¡Ostras, tío! Te llamo luego. Ya me contarás.
La broma no planificada me estaba saliendo tan redonda que no podía guardarla por más tiempo para mí solo. Fui al cuarto de mi hermana, que entonces tendría diecinueve años, y se lo conté todo. No paraba de reír mientras escuchaba la rocambolesca historia y decidió echarme una mano antes de hacer explotar el globo.
Cuando llamara Enrique ella cogería el teléfono y le diría que no entendía lo que estaba sucediendo, que habían subido dos soldados de la policía militar y se me habían llevado detenido.
No tuvo que esperar mucho para entrar en acción. Ring, ring...
- Hola, soy Enrique. ¿Está Rafa?
- Es que mi hermano, mi hermano, mi hermaaanooo...
No podía aguantar la risa y tenía que taparse la boca para no estallar, pero al otro lado del aparato se estaba viviendo una historia completamente distinta.
- ¡No llores! Yo sé lo que pasa con tu hermano. ¡No llores! Ya te explicaré. ¡Salgo para allá!
Era demasiado. La carcajada estalló irremediablemente y hubo que poner todas las cartas bocarriba antes de que a Enrique le diera un infarto o pidiera ayuda a la embajada de Yugoeslavia.
La decepción de mi pobre amigo no pudo ser mayor. Él, que nos había hecho jurar y perjurar que nada diríamos, había convencido a su madre y a una hermana de la verdad de aquellos acontecimientos, mientras su padre y otra hermana los ponían en cuestión.
Al día siguiente hubo que contarlo a los demás conjurados que cayeron de vuelta del mundo de James Bond al de unos simples mortales con acné juvenil.
La historia estuvo a punto de tener una segunda parte, pues enterados varios primos míos de mi hazaña quisieron organizar otra broma de igual inspiración pero por todo lo grande, con secuestro fingido incluido. Afortunadamente, pese a ser el querubín de la familia, tuve el suficiente sentido común como para detener una bola de nieve que se iba haciendo demasiado grande a pasos agigantados.
He de decir que más de treinta años después mantengo a todos mis amigos, lo cual, dadas las circunstancias, dice mucho en su favor...