Ciertamente no están viviendo sus días más dichosos. Los Legionarios de Cristo han recibido el golpe más lacerante que pueden padecer los miembros de una congregación: ver en la vida de su fundador un escándalo y ser señalados por ello. Un jefe que tuve me decía que se le hacía muy duro tener que ponerse colorado por cosas de las que él no tenía culpa alguna, mientras el responsable de los problemas -su superior- parecía ajeno a ellos. Imagio que algo así puede estar padeciendo más de uno.
El caso es que uno de mis mejores amigos (de esas tres o cuatro personas que merecen ser llamadas así con plenitud) fue un entusiasta seminarista de la Legión de Cristo que como la inmensa mayoría de sus compañeros, se embarcó en la Legión por amor a Dios y a la Iglesia. En él no había doblez, ni mentiras, ni simulacros, sólo un entusiasmo desbordante que impregnaba cada acto de su vida. Se llamaba Miguel Ángel Aguilar y falleció hace algo más de cinco años. Al cumplirse el primer aniversario escribí unas líneas que ahora ven la luz por primera vez y que hoy suscribo punto por punto.
Querido Miguel Ángel, ruega por nosotros:
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Se dice que el que tiene un amigo tiene un tesoro, y esa es una verdad con todas las de la ley. El caso es que ese tesoro adquiere un valor incalculable cuando ese amigo es un santo.
A menudo, cuando hablamos de santos, nos vienen dos imágenes a la cabeza. Una es la de una figura inerte, colocada en el retablo de una iglesia, que ni sufre ni padece. La otra es la de alguien ñoño y algo rancio al que le da por decir que el suceso más insustancial es maravilloso. El caso es que estas descripciones no se corresponden demasiado con la realidad, por no decir nada. Y lo digo por experiencia porque yo tuve un amigo santo.
Mi amigo se llamaba Miguel Ángel y murió hace cerca de un año. Se crió y educó en una familia profundamente católica. Sus padres y sus hermanos son gente modesta y buena en la plena acepción del término. Personas que confían en Dios, que le hablan, le piden, le agradecen, que aman a Su Iglesia. Alguno pensará, así es fácil ser santo. ¿Y quién ha dicho que tiene que ser difícil? Si es un regalo. Un regalo que hay que conservar, claro está. Es como si el profesor dijera el primer día de clase: “este curso tienes sobresaliente. Te lo regalo”. El problema está en que no le demos valor y comencemos a hacer el gamberro, a emborronar los libros y a no molestarnos ni en tomar apuntes. Al final suspenderemos, ¡normal!
Con el bautismo nos han dado un sobresaliente cum laude. Nos han puesto en el lugar de honor de la clase. Después, de lo que se trata es de hacer aprecio a ese don que nos han entregado. Miguel Ángel cuidó de ese regalo, ser hijo de Dios, desde muy pronto. En su infancia fue monaguillo de nuestra parroquia, Santa Engracia, allí maduró en la fe prestando servicio al sacerdote y al altar. Cuando acabó el bachillerato se matriculó en Ingeniería. Siempre había sido un buen estudiante, esforzado y responsable. Sin embargo no acabó sus estudios. ¿La razón? Sintió que Dios le llamaba al sacerdocio. Miguel Ángel lo tenía claro, en este mundo estaba para cumplir la voluntad de Dios. Esa era su premisa y la repetía a menudo. Cuando no sabía cómo obrar en algún tema nunca preguntaba qué es más práctico o qué me interesa o me gusta más, sino qué querrá Dios de mí.
Se incorporó como seminarista a los Legionarios de Cristo. Estaba entusiasmado por el celo apostólico de esta congregación, su amor a la Iglesia, su fidelidad al Papa, su preocupación por la formación. Allí se entregó en cuerpo y alma a la oración y a la formación. Pero a los cinco años de su ingreso discernió con su director espiritual que el camino al que Dios lo llamaba era otro: el matrimonio. Miguel Ángel siempre vio como un regalo inmenso aquellos años de formación. “Jamás podré pagarlos –decía-. En ninguna otra parte podría haber aprendido lo que allí me enseñaron”.
Se sumó al movimiento seglar de los Legionarios, Regnum Christi, y allí colaboró como subdirector de un colegio mayor. Como no podía estar quieto y a todo se entregaba con pasión, terminó por sufrir una crisis de estrés, lo que le obligó a dejar esta labor y a reiniciar paulatinamente su actividad en otros quehaceres. Acabó la carrera, trabajó y se puso a tiro para cumplir la que, entendía, era la voluntad de Dios: formar una familia cristiana. Pero Dios le llamó a su presencia con treinta y tres años. La muerte es como un ladrón, nadie sabe el día ni la hora. No importaba, esta vida es un tránsito y él estaba preparado, como las vírgenes prudentes: “Pasa al festín de tu Señor”. Aquella mañana, antes de salir de viaje, se había ido a confesar y había comulgado como todos los días. Con su muerte se han prodigado muchas gracias entre sus amigos, lo puedo asegurar por propia experiencia. Cuando las puertas del Cielo se abren para recibir a un santo la misericordia de Dios aprovecha para derramarse a raudales. Mi amigo Miguel Ángel no era una estatua sin corazón, no era un beato melindroso, es un santo, un hijo de Dios que está en la casa de su Padre.