Eichmann, trajeado, atiende desde el banquillo de los
acusados. La cabeza levemente ladeada. Cuando le preguntan responde sin alzar
la voz, con corrección. El público busca al monstruo, pero se topa con un hombre
de apariencia normal, más bien discreta. Se defiende; él no estaba invadido por
el odio ni era un antisemita exaltado, simplemente cumplía órdenes; con mucho
celo, habría que añadir, tanto que varios millones de judíos acabaron muertos
en las cámaras de gas. Pero no se siente responsable. La eficiencia no tiene
bandera.
Impactada por lo que está contemplando, la filósofa Hannah
Arendt acuñará un concepto inquietante: la
banalidad del mal. El mal desde la asepsia, incoloro, inodoro e insípido,
para su ejecutor, claro está, no para la víctima. Realizada la labor de
taxidermia moral, el hombre de la calle está preparado para hacer cualquier
cosa sin remordimientos. No somos personas sino engranajes, accidentes, piezas
recambiables.
Verano de 2013. Terraza junto al parque, dos granizados, mi amigo médico me cuenta con un punto de consternación lo que se ha encontrado en su nuevo destino. Mujeres que usan del aborto como método anticonceptivo preferente. Son muchas. Algunas han pasado por quirófano cinco, seis, siete veces. No muestran el menor remordimiento ni angustia. Hablan de ello como si se tratara de quitarse un lunar. No se percibe el menor atisbo de síndrome post-aborto. Entienden perfectamente lo que les explica, que una criatura está creciendo en su vientre. Alguna incluso ha oído los latidos de su corazón, pero encuentran mil razones para acabar con esa vida. “Si al menos hubiera sido niña”, le comenta una a modo de justificación.
No cabe duda de que hay quienes sufren el síndrome
postraumático y el síndrome post-aborto, personas cuyo fondo
insobornable, que decía Ortega, les alerta en forma dolorosa de que algo va
mal, algo grave, trascendente, vital. Pero somos muy complejos y en ocasiones
el mal se cubre con su disfraz de banalidad; es entonces cuando se vuelve
invisible a nuestros ojos, aunque ahí esté, indolente, más demoledor que nunca.
genial el término de Hanna Arendt, y la cuestión de nuestra responsabilidad
ResponderEliminarSinretorno, el término fue polémico en su momento por aplicarse al caso Eichmann, pero, en cualquier caso, sí tiene validez para otras situaciones que nos salpican.
EliminarSaludos.
Hay muchas cosas que no tienen justificación.
ResponderEliminarEs bueno reflexionar antes de actuar.
Un abrazo.
Amalia, tenemos obturada la capacidad de amar y así nos va.
EliminarUn abrazo para ti.
Rafa, lo que dices de la banalidad del mal es perfectamente aplicable a la compra de jamón o cordero en el supermercado y a su posterior ingestión en la cena. Como bien señalas, el mal "se cubre con su disfraz de banalidad; es entonces cuando se vuelve invisible a nuestros ojos, aunque ahí esté, indolente, más demoledor que nunca".
ResponderEliminar¡Un fuerte abrazo, amigo!
Nicolás, yo creo podríamos caer en el riesgo de banalizar términos, como la propia expresión de banalidad del mal, si empezamos a aplicarlo a realidades distantes.
EliminarConozco el vegetarianismo ético del que has dado algunas pinceladas en tu blog, así que entiendo por dónde va tu planteamiento, pero no puedo compartirlo, lo que no significa que no aprecie lo que tiene de deseo de respeto de la naturaleza.
Un fuerte abrazo para ti.