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BITÁCORA DE RAFAEL HIDALGO

lunes, 27 de septiembre de 2010

No podemos callar


No podemos callar. Nuestro silencio nos convierte en cómplices.

Se va a estrenar una película norteamericana que aborda el drama del aborto. Aquí va un enlace con el trailer doblado al español:


Cada vida humana es única, irrepetible, valiosa en sí misma. No te escondas. ¡Defiéndela!

viernes, 24 de septiembre de 2010

De verdades y mentiras


No es verdad que siempre hay una primera vez.
Sí es verdad que sólo hay una primera vez.


No es verdad que todos los hombres somos iguales.
Sí es verdad que todos los hombres somos hombres.


No es verdad que igual da estar vivo que estar muerto.
Sí es verdad que igual que hoy estamos vivos, un día estaremos muertos.


No es verdad que unos estúpidos crearon la televisión.
Sí es verdad que la televisión crea estúpidos.


No es verdad que todos los políticos carezcan de escrúpulos.
Sí es verdad que todos los carentes de escrúpulos se encuentran a gusto en la política.

jueves, 23 de septiembre de 2010

Crisis, crisis, crisis


Hay un escrito del filósofo Daniel Innerarity que me parece especialmente iluminador. Dice así:
Los malos tiempos son siempre buenos tiempos para la filosofía, a la que se puede permitir una única vanidad: la de ser una especie de espectadora de náufragos y superviviente de catástrofes. El filósofo es un personaje que sabe esperar y, sobre todo, sabe esperar el cadáver de su enemigo, el hombre hábil, práctico, satisfecho y seguro de sí mismo. La filosofía no es más astuta que los triunfadores oficiales, pero acumula suficiente vejez a sus espaldas como para saber que el éxito es la antesala de algún fracaso, que la seguridad no es tan duradera como promete y que, tarde o temprano, el hombre se ha de enfrentar a algún tipo de catástrofe, ya sea bajo la forma de perplejidad, desorientación, o pérdida de sentido. Éste es el momento que la filosofía aguardaba secretamente para vengarse del sarcasmo con que era despreciada por los traficantes del éxito. Las preguntas filosóficas surgen, decía Heidegger, en medio de una gran desesperación, cuando «todo peso quiere desaparecer de las cosas y se oscurece todo sentido».

El problema es que los filósofos, los auténticos filósofos, parecen desaparecidos. No se los ve, no se los oye, no se los conoce. Son los sofistas de todo-a-cien que nos han tocado en desgracia quienes se dedican a prodigar recetas caducas y demagógicas, fórmulas que son un auténtico insulto a la inteligencia. En su necedad, se pavonean y charlotean convencidos de que el carné del partido y el cargo público obtenido a base de servilismo les garantizan aquello que más anhelan: el éxito. Flashes, enjambres de micrófonos mendigando sus palabras, son la prueba de su gran valía.

Mientras, el magma se mueve bajo sus pies –peor: bajo nuestros pies-, aunque ellos piensan que no les afectará, que las erupciones son cosa del cretácico.

¿Crisis? La crisis no existe si no tiene coste electoral. Es más, según en qué posición se esté puede ser hasta beneficiosa. La única crisis que les preocupa es la que les quitan un trozo del pastel. Mientras, la sociedad se descoyunta sometida a la avidez insaciable de todos los egoísmos, la verdad es enterrada bajo los escombros de la demagogia, y una ola de furia y fanatismo se infiltra con determinación desde el levante en un bosque sin raíces que ha olvidado su razón de ser.

lunes, 20 de septiembre de 2010

La misericordia se ríe del juicio


Se acerca el día en que los jueces serán juzgados,
los enamorados gobernarán las naciones,
y todas las palabras vacuas vertidas
desde el principio de los tiempos
no alcanzarán ni el rumor de una hoja cayendo.

Los pobres nadarán en la abundancia,
pues nada les será negado.
No habrá mío, ni tuyo, sino sólo nuestro,
un "para ti", un "me entrego".

Los niños verán la Verdad,
mientras los entendidos vagan ciegos
por el laberinto de sus certezas
entre las nieblas de su ego.

El lobo jugará con el corzo,
la leona amamantará al cordero,
y quien impíamente arrasó bosques y pastos
será el único habitante del desierto.

Se acerca el día, aun es tiempo,
de caminar hacia el Sol,
de romper con lo superfluo,
de responder con un sí
a la invitación del Verbo.

jueves, 16 de septiembre de 2010

Mi amigo Miguel Ángel


Ciertamente no están viviendo sus días más dichosos. Los Legionarios de Cristo han recibido el golpe más lacerante que pueden padecer los miembros de una congregación: ver en la vida de su fundador un escándalo y ser señalados por ello. Un jefe que tuve me decía que se le hacía muy duro tener que ponerse colorado por cosas de las que él no tenía culpa alguna, mientras el responsable de los problemas -su superior- parecía ajeno a ellos. Imagio que algo así puede estar padeciendo más de uno.

El caso es que uno de mis mejores amigos (de esas tres o cuatro personas que merecen ser llamadas así con plenitud) fue un entusiasta seminarista de la Legión de Cristo que como la inmensa mayoría de sus compañeros, se embarcó en la Legión por amor a Dios y a la Iglesia. En él no había doblez, ni mentiras, ni simulacros, sólo un entusiasmo desbordante que impregnaba cada acto de su vida. Se llamaba Miguel Ángel Aguilar y falleció hace algo más de cinco años. Al cumplirse el primer aniversario escribí unas líneas que ahora ven la luz por primera vez y que hoy suscribo punto por punto.
Querido Miguel Ángel, ruega por nosotros:
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Se dice que el que tiene un amigo tiene un tesoro, y esa es una verdad con todas las de la ley. El caso es que ese tesoro adquiere un valor incalculable cuando ese amigo es un santo.

A menudo, cuando hablamos de santos, nos vienen dos imágenes a la cabeza. Una es la de una figura inerte, colocada en el retablo de una iglesia, que ni sufre ni padece. La otra es la de alguien ñoño y algo rancio al que le da por decir que el suceso más insustancial es maravilloso. El caso es que estas descripciones no se corresponden demasiado con la realidad, por no decir nada. Y lo digo por experiencia porque yo tuve un amigo santo.

Mi amigo se llamaba Miguel Ángel y murió hace cerca de un año. Se crió y educó en una familia profundamente católica. Sus padres y sus hermanos son gente modesta y buena en la plena acepción del término. Personas que confían en Dios, que le hablan, le piden, le agradecen, que aman a Su Iglesia. Alguno pensará, así es fácil ser santo. ¿Y quién ha dicho que tiene que ser difícil? Si es un regalo. Un regalo que hay que conservar, claro está. Es como si el profesor dijera el primer día de clase: “este curso tienes sobresaliente. Te lo regalo”. El problema está en que no le demos valor y comencemos a hacer el gamberro, a emborronar los libros y a no molestarnos ni en tomar apuntes. Al final suspenderemos, ¡normal!

Con el bautismo nos han dado un sobresaliente cum laude. Nos han puesto en el lugar de honor de la clase. Después, de lo que se trata es de hacer aprecio a ese don que nos han entregado. Miguel Ángel cuidó de ese regalo, ser hijo de Dios, desde muy pronto. En su infancia fue monaguillo de nuestra parroquia, Santa Engracia, allí maduró en la fe prestando servicio al sacerdote y al altar. Cuando acabó el bachillerato se matriculó en Ingeniería. Siempre había sido un buen estudiante, esforzado y responsable. Sin embargo no acabó sus estudios. ¿La razón? Sintió que Dios le llamaba al sacerdocio. Miguel Ángel lo tenía claro, en este mundo estaba para cumplir la voluntad de Dios. Esa era su premisa y la repetía a menudo. Cuando no sabía cómo obrar en algún tema nunca preguntaba qué es más práctico o qué me interesa o me gusta más, sino qué querrá Dios de mí.

Se incorporó como seminarista a los Legionarios de Cristo. Estaba entusiasmado por el celo apostólico de esta congregación, su amor a la Iglesia, su fidelidad al Papa, su preocupación por la formación. Allí se entregó en cuerpo y alma a la oración y a la formación. Pero a los cinco años de su ingreso discernió con su director espiritual que el camino al que Dios lo llamaba era otro: el matrimonio. Miguel Ángel siempre vio como un regalo inmenso aquellos años de formación. “Jamás podré pagarlos –decía-. En ninguna otra parte podría haber aprendido lo que allí me enseñaron”.

Se sumó al movimiento seglar de los Legionarios, Regnum Christi, y allí colaboró como subdirector de un colegio mayor. Como no podía estar quieto y a todo se entregaba con pasión, terminó por sufrir una crisis de estrés, lo que le obligó a dejar esta labor y a reiniciar paulatinamente su actividad en otros quehaceres. Acabó la carrera, trabajó y se puso a tiro para cumplir la que, entendía, era la voluntad de Dios: formar una familia cristiana. Pero Dios le llamó a su presencia con treinta y tres años. La muerte es como un ladrón, nadie sabe el día ni la hora. No importaba, esta vida es un tránsito y él estaba preparado, como las vírgenes prudentes: “Pasa al festín de tu Señor”. Aquella mañana, antes de salir de viaje, se había ido a confesar y había comulgado como todos los días. Con su muerte se han prodigado muchas gracias entre sus amigos, lo puedo asegurar por propia experiencia. Cuando las puertas del Cielo se abren para recibir a un santo la misericordia de Dios aprovecha para derramarse a raudales. Mi amigo Miguel Ángel no era una estatua sin corazón, no era un beato melindroso, es un santo, un hijo de Dios que está en la casa de su Padre.

miércoles, 15 de septiembre de 2010

Los ojos del corazón


- ¿Cómo era tu madre?

- Suave como el pétalo de una rosa, y dulce, muy dulce, pero de una forma única e indescriptible, como el sabor de las fresas. Olía a primavera, y su voz transmitía la placidez de las olas acariciando la playa. Si alguna vez se disgustaba, tan sólo callaba, pero su silencio se me hacía tan doloroso, que ella enseguida se daba cuenta y me decía: "¡ya está! Ya se me ha pasado".

- ¿Y no has lamentado que tu invidencia no te permitiera verla?

- ¿Por qué? Sentía la ternura que me prodigaban sus manos, ella me acariciaba hasta con la voz y yo me refugiaba en sus abrazos. Un beso suyo era un festival, ahora me doy cuenta, entonces sólo lo celebraba. Ella estaba dentro de mí y yo dentro de ella. Con ella jamás añoré la distancia que requiere la vista, siempre la tuve cerca. No, no echo de menos verla, lo que añoro es tenerla.

- Será en el cielo.

- Donde esté ella, allí es el cielo.

domingo, 12 de septiembre de 2010

Ante el dilema de un monstruo


Sus amigos lo llaman "Monstruo". Aunque no lo parezca, se trata de un apelativo cariñoso, pues nada de monstruoso tienen ni sus facciones ni su obrar. La razón de este apodo se remonta muy atrás en el tiempo. En realidad a antes de que él naciera.

Cuando su madre estaba en cinta, el ginecólogo le advirtió de que los análisis y la ecografía delataban que el bebé venía con tremendas malformaciones. Explicó a la gestante que si llegaba a dar a luz, la criatura que surgiría de sus entrañas sería un monstruo. Su consejo para un caso así estaba claro: lo mejor era abortar. La madre salió aterrada de la consulta. En unos segundos había pasado de la ilusión de la maternidad a conocer que en su vientre crecía un ser deforme al que tenía que matar.

Por fortuna para Monstruo, su madre era una mujer buena, así que en vez de acudir al descuartizador, lo que hizo fue cambiar de ginecólogo y seguir adelante con el embarazo.
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No es difícil imaginar el estado de ánimo de aquella parturienta en el momento de dar a luz. Sólo pedía al Cielo un corazón grande para ser capaz de amar al ser deforme que estaba a punto de venir al mundo.
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Pero quiso Dios que lo que apareciera fuera un bebé hermoso sin la menor tara ni afección. Monstruo es hoy un joven vigoroso y alegre, cuya única secuela de aquellos días es el mote que tan bien encaja.
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Sin embargo, hay que reconocer que en esta historia (cierta como el Sol que nos calienta) sí aparece un auténtico monstruo. Pues no es un monstruo quien carece de un miembro o de alguna facultad intelectual, sino quien hace o propicia monstruosidades. Hitler fue un monstruo, no los hombres discapacitados que ordenó gasear. Jack el Destripador era un monstruo, no las prostitutas mutiladas y asesinadas por aquel salvaje. Y monstruo es quien sabiendo que un hombre sólo engendra hombres, califica a un bebé de monstruo y le niega el derecho a vivir y a ser amado.

viernes, 10 de septiembre de 2010


Un titular puede convertir un mismo hecho en un acto heroico o la mayor vileza. Hace años mi amigo Alfonso Aramendía hacía una entrevista al entonces novelista en ciernes Arturo Pérez Reverte; en la misma, el autor de Territorio comanche reconocía que la prensa es un arma de guerra, tanto o más decisiva que las bombas y los aviones. Bien lo saben los políticos, que ajustan horarios, mensajes y muecas al ritmo del noticiero.

Y todo esto me ha venido a la cabeza precisamente hoy a raíz del titular que abre la edición de El Periódico de Aragón. Dice así: "Belloch insiste al Gobierno en su derecho a endeudarse". Para el lector que no lo sepa, Juan Alberto Belloch es el alcalde de Zaragoza, quien está disgustado con la decisión del Gobierno de limitar el endeudamiento de los ayuntamientos, e incluso prohibir su incremento en caso de haber alcanzado determinado nivel.

No es el objeto de mi escrito terciar en la polémica. Reconozco mi absoluto desconocimiento sobre el estado de las arcas municipales (que a lo que parece, no debe ser muy boyante), pero sí me atrevo a esbozar una sonrisa con el citado titular. Al leerlo, es inevitable pensar: ¿Quién será el Gobierno para negar a este buen hombre "su derecho a endeudarse"? ¡Déjenle en paz, por favor! Que ejercite su derecho libremente.

Pero qué habríamos pensado si el titular rezase así: "Belloch insiste al Gobierno en su derecho a endeudarnos ilimitadamente" (a los zaragozanos, se entiende). ¡Ah, amigo!, aquí las cosas cambian. Ahora "su derecho" obra sobre nosotros, quienes nos vemos sujetos a él, pues somos los que nos vamos a comer con patatas en los años venideros todas las deudas que este señor contraiga en el ejercicio de su función.

Dicho lo dicho, me atrevo a dar un consejo: infórmate en fuentes diversas, no pierdas el sentido crítico, y aun así, mantén cierto escepticismo sobre lo que te cuentan. ¡Buen fin de semana!

miércoles, 1 de septiembre de 2010

Etsi Deus non daretur



El Génesis narra cómo Dios va creando el mundo por etapas. En cada acto creador comprueba que el resultado de sus acciones es bueno, hasta que finalmente, cuando concluye su obra, se afirma que "vio Dios ser muy bueno cuanto había hecho".

El pensamiento moderno ha partido de una premisa: para comprender el mundo y al hombre hay que hacerlo "como si Dios no existiera" (Etsi Deus non daretur). Desprovisto de su fundamento, el mundo ya no se ve como "muy bueno", sino más bien al contrario, como una realidad tarada, de fabricación defectuosa. Así que los hombres nos hemos puesto a la faena de reinventarlo según dictan nuestras propias entendederas. Que las vacas son herbívoras y no engordan rápido, pues a manipularlas hasta que coman carne a espuertas. Que hemos arrasado las reservas de agua y alimentos de regiones enteras, esterilicemos a sus habitantes para que nadie sufra por la carestía.
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Existen casos estremecedores, como el de los yemeres rojos en Camboya, que en su afán por retornar al año cero de la humanidad para recomenzarla como es debido, aniquilaron a un tercio de la población del país. También a nosotros nos gusta jugar a diosecillos: manipulamos embriones humanos; generamos residuos nucleares con una vida de varios millones de años para enterrarlos a unos metros o echarlos al mar dando por controlado el tema; o rediseñamos la sociedad pretendiendo que lo mismo es que una mujer se case con un hombre que con una alcachofa.

Quizá deberíamos recordar que el único lugar que funciona "como si Dios no existiera" se llama infierno. Allí ni está ni se le espera.
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Precisamente en un infierno es en lo que se convierte la creación y la humanidad entera cuando se pretende desterrar de ella a su Hacedor. El propio hombre, vaciado de su finalidad trascendente, se convierte en averno. Por algo Jean Paul Sartre se atrevió a escribir algo tan terrible como que "el infierno es el Otro" (L´enfer, c´est l´Autre).