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BITÁCORA DE RAFAEL HIDALGO

sábado, 25 de julio de 2015

España, ¿lastre o motor del cristianismo?

Procesión del Señor de los Milagros (Lima)

Me interesa puntualizar una idea muy extendida, y a mi juicio errónea, que lamentablemente forma parte de nuestra leyenda negra y que a fuer de repetida ha cobrado carta de naturaleza. En concreto la que muestra el descubrimiento y conquista de América como una acción criminal prolongada a lo largo del tiempo que tiene como colofón libertador los levantamientos independentistas portadores de justicia, progreso y paz.

Veamos; la presencia de España en América tiene un componente evangelizador inapelable. Y es que el proyecto medieval de cristiandad, que en España se ha desenvuelto a través de la reconquista, se extiende allende los mares para implantarse en las nuevas tierras recién descubiertas.

Habrá un factor clave en la definición de esta política (si se la quiere llamar así), la presencia en el trono de Isabel la Católica que concebirá la labor en el nuevo continente como fundamentalmente evangélica. Véanse no sólo las leyes de indias, que ahí es nada, sino las continuas instrucciones que la reina va implementando para que esto sea una realidad, y ello hasta el final de sus días. En su propio testamento vuelve a insistir:

“y encargo y mando a la Princesa mi hija y al dicho Príncipe su marido, que así lo hagan y cumplan, y que este sea su principal fin [se refiere a la evangelización], y que en ello pongan mucha diligencia, y no consientan y den lugar a que los indios vecinos y moradores en las dichas Indias y tierra firme, ganadas y por ganar, reciban agravio alguno en sus personas y bienes; mas mando que sean bien y justamente tratados. Y si algún agravio han recibido, lo remedien y provean, por manera que no se exceda en cosa alguna de lo que por las Letras Apostólicas de la dicha concesión nos es impuesto y mandado”.

¿Quiere esto decir que en los navíos que transitaban el Océano Atlántico sólo iban frailes y religiosos? No, sin duda no. También iban gentes de armas (no “el ejército”, sino milicias financiadas por particulares), y se hizo una conquista que no quiso llamarse así, sino pacificación. Ninguna conquista en la historia de la humanidad ha sido incruenta, y esta tampoco lo fue. Dicho lo cual, de ahí a que buscase exterminar los pueblos americanos media un abismo, el mismo que hay entre la mentira y la verdad. Otra cosa es que surgiese el demoledor e indeseado efecto del traspaso de enfermedades.


Conviene no olvidar que diversos pueblos indígenas sometidos por otros pueblos actuaron como aliados de los españoles en los que veían unos libertadores.

¿Y no hubo abusos en el ejercicio de esa incorporación a España? Sí, los hubo, y precisamente la historia de la presencia española en América gravita en torno a las tensiones que creaba el ideal evangelizador (bajo la tutela real y las leyes de indias) y las ambiciones, ruindades y debilidades que emergen donde hay hombres y bienes. Pero es que la historia del ser humano sobre la tierra tiene este componente de grandeza y miseria.

Pasada la primera generación, que vive el trauma de esa conquista, se implanta una estructura pareja a la que Aragón había instaurado en el Mediterráneo, me refiero al modelo de virreinatos. No son colonias; repito, no son colonias. Gozaban de una amplia autonomía con un marco jurídico propio bajo la potestad de un virrey, quien actuaba en nombre del rey. A nadie se le ocurriría decir que el virreinato de Nápoles era una colonia de España, pues tampoco lo eran Nueva España, Nueva Granada o el Perú.

En la América hispánica se produce lo que Julián Marías ha llamado “injerto”. Ni desaparece la sociedad previa ni se instala la nueva al margen de aquella, sino que lo español se injerta en la sociedad precolombina apareciendo una realidad nueva. A mediados del siglo XVI se imprimen numerosos libros en México; ese mismo siglo después del Estudio General de Santo Domingo se fundarán las universidades de México y San Marcos de Lima, la Escuela Cuzqueña en los tres siglos de Virreinato producirá en torno a ¡600.000 cuadros!

Si algo caracterizó a la llamada Monarquía Católica Española fue su estabilidad, y eso a pesar del hostigamiento a que la sometían las potencias emergentes, como la Gran Bretaña. Dicha estabilidad y su fidelidad a la Iglesia, fue una de las principales razones para que los movimientos ilustrados más anticatólicos la tuvieran por enemiga.

La crisis interna que sufre España con la invasión napoleónica y la quiebra de legitimidad de la corona por la torpeza de Fernando VII debilitaron aquella vigorosa sociedad, desencadenándose, con el apoyo de las logias, los movimientos secesionistas. Pero esa crisis no afecta sólo a América, sino a la propia Península que entra en una deriva de guerras civiles y pronunciamientos que arrastrará a lo largo del siglo XIX.

De hecho está más que estudiado el frecuente apoyo (no automático) de los indios nativos a los ejércitos reales frente a los insurrectos líderes procedentes de la burguesía criolla adoctrinada por la masonería.

La secesión de la América hispana fue una guerra civil en toda regla, pues la mayor parte de las tropas y oficiales eran naturales de esas tierras, y no ejércitos peninsulares. Historiadores nada sospechosos, como L. Navarro, afirman que fue la prosperidad y no la miseria la que alentó las ansias de hacerse con el poder político por parte de los criollos.

Bien pagaron los indios su apoyo a la corona “y a la fe católica”, por ejemplo en el Perú, pues con la independencia en gran medida se les despojó de sus tierras.

Los “poderosos de turno” no estaban sólo en el bando realista, que también, sino en el independentista, aunque la épica libertadora exija hacer silencio sobre esta realidad.

España no es una nación con más ni menos pecadores que el resto, pero sí que es la nación que puso sus cartas (grasientas, manchadas, como se quiera, pero todas las que tenía) a la empresa de extender la fe de la Iglesia una, santa y católica, en ocasiones con santidad y otras escandalizando, de todo hubo. En cualquier caso sólo hace falta echar un vistazo a un mapa de la presencia de la Iglesia en el mundo para constatarlo.


lunes, 20 de julio de 2015

domingo, 19 de julio de 2015

Una verdad tan estremecedora como inapelable

Una verdad tan firme como el "cogito" cartesiano pero mucho más inquietante.




Entrada del cementerio de Cue (Asturias)

sábado, 11 de julio de 2015

Notas al vuelo sobre un libro fascinante: "¿Matar a Sócrates?" de Gregorio Luri



Si dijera que cuando leo un libro de un amigo lo miro con buenos ojos, no mentiría.

Si dijera que Gregorio Luri es amigo mío, tampoco mentiría.

Si afirmara que el libro "¿Matar a Sócrates?" de Gregorio Luri no ha necesitado ni de lo uno ni de lo otro para cautivarme, tampoco mentiría.

¡Qué gozada! Una obra no "sólo" para leer y aprender (lo cual no sería poca cosa), sino también para pensar, debatir, descubrir nuevas vías para indagar. Su secreto: haberse tomado completamente en serio a Sócrates.

No es apto para taxidermistas, sino para amigos del diálogo vivo, fresco, estimulante. Porque va de eso, del diálogo continuo en que está inmersa la filosofía desde el momento de su nacimiento. Aquí no se encuentra el Sócrates que fue (que se fue, si se prefiere), sino el que nos sigue conminando hoy a ti y a mí.

Mientras lo leía ha habido momentos verdaderamente reveladores, como cuando me he topado de bruces con Ortega y Gasset, a quien no se menciona, y eso sin salir del siglo IV a.C. "¿Cómo es eso? Explícate", diría Sócrates. Y yo le respondería:


- ¿Acaso no participa plenamente Ortega de un párrafo como éste: "Sócrates pretende conocer las cosas humanas, pero sin jibarizarlas, por eso encontramos en su proyecto filosófico una constante voluntad de observar las cosas humanas desde sus posibilidades más altas. Estaba convencido de que si no las contemplaba así, se nos oculta su verdadera naturaleza" (Pg 16-17)?

Entonces reparo en que todo pensador que se tenga por tal nada en las aguas de Sócrates, como ya adivinó Nietzsche y Luri nos señala, porque fue Sócrates quien se propuso comprendernos antes de que nosotros mismos nos viéramos en tamaña necesidad.

Pero Ortega andaba por más rincones, como cuando se plantea la dicotomía entre las ideas y las creencias. Las ideas las tenemos, mientras que en las creencias estamos (nos tienen a nosotros). Las creencias son precisamente aquello que no nos cuestionamos, el paisaje sobre el que nos movemos sin reparar en él. Mas, ¿qué sucede cuando se vuelven problemáticas, cuando se cuestionan?  Entonces dejan de operar como tales creencias y empiezan a precisar justificaciones.

Pero dar razón de algo es reconocer que ese algo ya no es seguro, precisa contrafuertes que lo soporten; por eso es peligroso Sócrates, porque empieza a preguntar por lo que hasta poco antes parecía claro, tan claro que no se veía. Y cuando los cimientos de la ciudad tiemblan porque pierde el suelo firme de las creencias, entonces necesita un nuevo apoyo. Será Platón quien se lo proporcione en forma de ideas, mas ya nada será lo mismo.

Los dioses ya no dictan, porque se mueven al dictado de unas instancias superiores: la bondad y la verdad. Y la verdad se vincula al pensamiento: sapere aude! "En el origen de la cultura filosófica europea encontramos un único mandamiento: atrévete a pensar. Esta es, a mi parecer, la quintaesencia del socratismo" (Pg 43).

Y aquí aparece con claridad un problema que tradicionalmente se vinculaba al medievo, pero que Sócrates ya está arrojándonos: "¿Lo piadoso es amado por los dioses por ser piadoso o es piadoso lo que en cada caso es dictado por los dioses?" (Pg 88). Tomás de Aquino se pone en pie para decir que lo primero, y Scoto y Occam se revuelven y dicen que no, que los dioses no conocen límites y actúan a capricho. Y aquí seguimos, enfrascados en la polémica, negando géneros y protegiendo la naturaleza.

"Nietzsche decía que el cristianismo es platonismo para el pueblo. ¡Claro! ¡Y el humanismo! ¡Y la Ilustración! ¡Y el marxismo! Toda aquella ideología que acepte una idea superior a la que los mismos dioses deben obediencia es, estrictamente hablando, platonismo" (Pg 182).

El libro no escatima ningún reto, ni siquiera el espinoso asunto del daimon que acompaña al pensador ateniense. Yo me pregunto: ¿Y si Sócrates fuera el hombre más sabio no sólo por la conciencia de su ignorancia sino por la conciencia misma? Es decir, por su obediencia al daimon, a ese soplo del Espíritu que le dicta cuándo obra bien y cuándo no. ¿No será el más sabio porque cumple fielmente su vocación, la llamada que le ha hecho el dios?

Luego está la sociedad, la Politeia, esa comunidad de vida que a la par que nos hace, nos coarta con sus leyes. ¿Se deben acatar aun siendo injustas? "El mensaje final de la Politeia parece claro: no hay que respetar las leyes porque ellas sean buenas, sino porque nosotros podemos ser buenos gracias a que hemos sido educados en nuestras leyes" (Pg 203) Yo más bien diría que somos sociales, y en tanto que tales nos regulamos por las leyes. Contravenir las leyes es subvertir nuestra condición social y, con ella, nuestra humanidad.

Mas ¿qué hacer ante la ley inhumana si no está en nuestra mano cambiarla?... ¿Quién dijo que Sócrates es cosa del pasado?

Hay una parte del libro que a mí me ha resultado particularmente estimulante, la referida a la necesidad de sentido. La naturaleza que actúa ciegamente y el hombre que precisa ver y ha de sobreponerle un sentido, una segunda naturaleza. No me puedo extender en ello, haría falta un nuevo libro. Tendré que plantearme seriamente secuestrar a Gregorio Luri y pedir de rescate 48 horas más. ¡Cuánto jugo en este fruto! (Mi único temor es que no sé si sus nietos me lo perdonarían).

"Nunca percibimos estrictamente algo, sino algo que está relacionado con otras cosas. El hombre percibe relacionando y comparando. Cuando decimos que algo es grande ya lo hemos situado en el contexto de una relación (grande-pequeño)" (Pg 232). Y se me vuelve a aparecer Ortega (¿por qué me persigues?) y me habla desde su reflexión sobre Kant diciéndome aquello de "... llegamos a una actitud radicalmente liberada de todo «subjetivismo» y que, sin embargo, da de pronto un significado imprevisto a la sentencia más desacreditada de todo el pasado filosófico: la frase de Protágoras «el hombre es la medida de todas las cosas, de las que son en cuanto que son, de las que no son en cuanto que no son» (...) Debería haber bastado con meditar un poco sobre lo que es «medida» para que resplandeciese su soberbia verdad. Las cosas por sí no tienen medida, son desmesuradas, no son más ni menos, ni así, ni del otro modo, en suma, ni son ni no son. La medida de las cosas, su modo, su ni más ni menos, su así y no de otra manera, es su ser y este ser implica la intervención del hombre".

¿Y la cuestión de la muerte, piedra de toque de toda filosofía? ¿No escribió Santayana aquello de "una buena manera de probar el calibre de una filosofía es preguntar lo que piensa acerca de la muerte"? La muerte como referencia del sentido (o sinsentido) y, por ello, de la consistencia última de la propia filosofía. "Los que se dedican rectamente a la filosofía no hacen otra cosa que prepararse para la muerte. Por lo tanto, sería absurdo rechazar aquello para lo que se ha estado preparando toda la vida" (Pg 230).

Por último recogeré un párrafo del libro que dice así "Nietzsche tiene razón cuando observa que es imposible aferrarse a ilusiones útiles para la vida cuando ya las hemos desenmascarado como tales. Lo que no sabe es que de esto también era consciente Platón, porque lo ha aprendido de Sócrates. Platón es el gran creador de ilusiones útiles para una ciudad que ha tenido a Sócrates en sus calles. Políticamente, el platonismo es la vacuna contra la infección política del socratismo. Nadie ha creado ilusiones con más verosimilitud que él" (Pg 276).

Yo me atrevo a lanzar la siguiente duda al autor: ¿Acaso no aqueja también la duda al escéptico sobre su escepticismo? ¿No le sobrevuela un "y si fuera verdad", "y si estamos hechos a la escala de estas ilusiones porque en el fondo esos fines últimos (amor, perdurabilidad, comunidad...) son reales? ¿No es el absurdo un parásito del sentido (o, como diría Hegel, no se mueve en el elemento del sentido)?

El libro da para más, para muchísimo más. Por eso yo me detengo y hago lo que me parece más sensato, invitar vehementemente a su lectura y reflexión. Es una joya de demasiados quilates para dejarla escapar.