Era una mujer avara. Siempre preocupada por el dinero. No
gastar, ahorrar, ahorrar, ahorrar, arañar hasta el último céntimo. Había
enviudado en dos ocasiones y su tercer matrimonio era una calamidad. Como no
quería aportar nada en casa, su marido había llegado al extremo de colocar un candado en el teléfono
de modo que ella no pudiera llamar. Pese a todo vivía a costa de él. La obsesión de ella era atesorar porque "un día" lo iba a necesitar, y qué sería de ella el día que él no estuviera.
Yo no le conocía amigas. Cuando iba al médico, acudía a
hablar con mi compañera de trabajo Cristina para contarle lo que le habían
dicho. Luego Cristina se me quejaba, me decía que estaba hasta el gorro, aunque
al final era la única que le hacía algún caso e incluso la fue a visitar al
hospital cuando la ingresaron.
Con el tiempo fui descubriendo su historia. Era analfabeta. Había quedado huérfana muy niña. Su padre había luchado en
el bando republicano durante la guerra civil, después se exilió a Francia y
acabó preso de los alemanes en el campo de exterminio de Mauthausen, donde
murió. Entonces comencé a sospechar que quizá aquel afán por atesorar no era casual,
que la miseria había corroído su vida y le había penetrado hasta las entrañas.
Tras el alta hospitalaria vino a vernos. Se la veía animada.
Nos dijo que estaba mejor, aunque su piel tenía un tono intensamente amarillo
nada halagüeño. El cáncer de hígado se la llevó al cabo de un mes.
No había tenido hijos, así que el abundantísimo dinero acumulado a base de
mil privaciones y sufrimientos quedó en el banco, a disposición de sus sobrinos.
Conocí al menor de ellos, un mocetón de treinta y tantos que, alegremente, me comentó
que recordaba a su tía de cuando era niño. De su tía no había vuelto a saber
hasta el momento de heredar. Vivía aquello como una especie de lotería.
Un día me encontré con su viudo por la calle (esta vez no
había sido ella la superviviente). Destilaba resentimiento por cada poro, por
no haberle dejado nada a él. Me quedó un poso amargo.
A menudo me acuerdo de aquella mujer, con lástima, con
conciencia de la fragilidad humana, de la desdicha. Una vida atrapada por unos
apegos al dinero de los que no obtuvo otra cosa que la infelicidad. Lo que había de salvarle la vida "un día" le privó de vivirla.
Toda una lección de vida.
ResponderEliminarA veces las lecciones son tristes, como en este caso.
EliminarUn abrazo.
Sí , hay gente así por desgracia para ellos.
ResponderEliminarSon muertos en vida que solo viven para acumular dinero.
Saludos.
Jerónimo, aquí se queda todo.
EliminarUn saludo.
Hay personas así, que no disfrutan ni de las pequeñas cosas de la vida a pesar de tener posibilidades.
ResponderEliminarYo sé de alguien, con mucho dinero, que no tenía teléfono. Decía que, si algún día lo necesitaba para una urgencia, le pediría el favor al vecino para utilizar el suyo.
La historia que cuentas es triste.
Un beso, Rafael.
Amalia, desde luego, es una enfermedad del alma.
EliminarUn abrazo.
Intersante historia la q cuentas que no es más que la vida misma de muchas personas mayores. Pero tu conclusión como siempre genial. Lo mejor de la historia. Un beso
ResponderEliminarAneth, igual va ligado a los miedos de la edad, no sé.
Eliminar¿Alguna recomendación gastronómica para este verano extraño?
Un abrazo de tu portamaletas.
Me voy a ir a tomar unas cervezas para que no me pase eso
ResponderEliminarSanti, pues dame un toque, no vaya a ser que me pase a mí.
Eliminar