Caminaba agobiado de vuelta a casa, con el paso acelerado. En el trabajo, mil "marrones". Debía regresar pronto, pues tenía que ir a buscar a las peques y hacer no sé cuántos recados. Que no se me olvidara esto, y aquello, y lo de más allá. Y para el día siguiente... ¡Por Dios, qué angustia!
Entonces pasé sobre el río Huerva, que en su transcurrir cautivo bajo la ciudad, muestra su silueta tímidamente en la Avenida Goya. Al mirar hacia abajo desde la pétrea barandilla, descubrí a varios anades acicalándose o descansando en la orilla. Nada los alteraba. Estaban tranquilos, serenos, seguros. ¿Por qué no iban a estarlo? No los acechaba ningún peligro y, además, la tarde era estupenda.
Me detuve a mirarlos y me quedé embelesado. Era cierto, hacía muy buena tarde y yo ni siquiera me había apercibido de ello. Sólo corría de una preocupación a otra, como en el juego de las cuatro esquinas. Volví a caminar, ahora más pausadamente. Aquel día los anades fueron mis maestros, aunque lamentablemente olvidé pronto la lección. De vez en cuando, cuando vuelvo a cruzar el puente sobre el Huerva, busco con la mirada a los patos, y los envidio.
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