El cine ha configurado en gran medida nuestro universo sentimental. En la pantalla nos adentramos en la vida de otras personas, con sus problemas, sus sueños y sus frustraciones. Y como ser hombre es penetrar en las vidas de otros hombres, en mayor o menor medida a todos nos gusta sumergimos en ellas.
Hoy me gustaría hablar de una escena muy concreta que aparece en la película “Mejor imposible” (As good a It Gets).
Hoy me gustaría hablar de una escena muy concreta que aparece en la película “Mejor imposible” (As good a It Gets).
La cinta narra la historia de un escritor de novelas románticas llamado Melvin Udall (Jack Nicholson) que padece un trastorno obsesivo compulsivo. Su enfermedad lo convierte en una persona intratable, mordaz y excéntrica. Por una serie de avatares, el protagonista se va involucrando en la vida de otros dos personajes: la camarera Carol Connelly (Helen Hunt) y un pintor homosexual llamado Simon Bishop (Greg Kinnear).
En el discurrir de la trama, Melvin y Carol acaban cenando juntos a un restaurante de cierta categoría. Sentados a la mesa, al escritor se le escapa un comentario despectivo referido al atuendo de Carol. Entonces, herida por la ofensa que acaba de sufrir, Carol amenaza con irse, pero da una última oportunidad a su acompañante. Si quiere que se quede, Melvin debe hacerle un cumplido, decirle algo bonito (en contra de lo que es su costumbre).
El diálogo que se produce a continuación discurre así:
En el discurrir de la trama, Melvin y Carol acaban cenando juntos a un restaurante de cierta categoría. Sentados a la mesa, al escritor se le escapa un comentario despectivo referido al atuendo de Carol. Entonces, herida por la ofensa que acaba de sufrir, Carol amenaza con irse, pero da una última oportunidad a su acompañante. Si quiere que se quede, Melvin debe hacerle un cumplido, decirle algo bonito (en contra de lo que es su costumbre).
El diálogo que se produce a continuación discurre así:
Melvin: Ahora, te voy a dirigir un cumplido excelente... y que es verdad.
Carol: Temo que vayas a decir algo horrible.
Melvin: No seas pesimista. No es tu estilo. Bueno, allá voy. Tengo una... ¿que? Indisposición. Mi doctor, un psiquiatra con el que iba todo el tiempo... dice que en un cincuenta o sesenta por ciento de los casos una pastilla ayuda mucho. Yo odio las pastillas. Son peligrosas las pastillas. Estoy usando la palabra “odio” acerca de las pastillas. Odio. Ahora bien, mi cumplido para ti es que, esa noche... cuando viniste y me dijiste que tú nunca... bueno, tú estuviste ahí, tú sabes lo que dijiste. Bueno, mi cumplido es que... a la mañana siguiente empecé a tomar las pastillas.
Carol: No entiendo cómo eso puede ser un cumplido para mí.
Melvin: Tú me haces querer ser un hombre mejor.
Melvin “odia” las pastillas. ¿Por qué? En principio le hacen bien. Son un tratamiento que pone bajo control su enfermedad. Además, no hace mención a ningún efecto secundario. Es cierto que afirma que “son peligrosas las pastillas”, pero más parece una excusa vaga que un verdadero argumento. Entonces, ¿a qué viene ese odio?
Creo tener la respuesta. Si tomando una única pastilla, o una serie de dosis por un tiempo limitado, la patología de Melvin desapareciera, con toda probabilidad éste no tendría inconveniente en seguir el tratamiento. Tengo una enfermedad, es cierto, pero con estas pastillas me pondré bien y todo se habrá solucionado.
Sin embargo el problema de Melvin es otro. La enfermedad que padece es crónica; no está enfermo, “es” un enfermo. Por eso debe tomar las pastillas “para siempre”. Eso le pone cara a cara con su condición, con su circunstancia. Él ve que la enfermedad forma parte de sí, y el modo de liberarse de esa condena es no reconocerla, darla por inexistente y limitarse a pensar que su comportamiento son cosas de su carácter, de su forma de ser. Las pastillas le van a recordar una y otra vez que es vulnerable, que tiene una carga encima que lo disminuye.
Ahora bien, cuando ama se despierta en él la necesidad de ser mejor para la persona amada, de darse en plenitud. No puede ofrecer un desecho humano. Por eso se hace violencia y comienza a tomar las pastillas que odia, pero que en el fondo sabe que lo hacen mejor.
A menudo me siento como Melvin. Conozco las pastillas que debo tomar para levantarme de mi postración, se llaman oración y sacramentos, pero ellas me ponen delante mi enfermedad crónica y recurrente. Tropiezo una y mil veces en las mismas piedras y me digo, ¡qué carajo, esto no tiene arreglo, es mi manera de ser y punto! ¡Al diablo con las pastillas! Entonces aparco esa medicación que veo como incómoda, tediosa, inútil. ¡Otro día más no, por favor! Señor, si me quieres curar, dame una pastilla que de una vez por todas me quite el mal que me aqueja, y a otra cosa. De lo contrario, ¿qué clase de medicina es esta? No quiero estar toda la vida mirándome en el espejo de las pastillas que me recuerdan mi frágil condición.
Cuando dejo de tomarlas llego a creer que mi enfermedad ha desaparecido, que en todo caso las pastillas son indiferentes; aunque en el restaurante todos me miren mal y las camareras se nieguen a atenderme. Pero ya se sabe, son todos unos cafres...
No hay comentarios:
Publicar un comentario