Leo un artículo de Alberto Olmos a propósito de la película Emilia Pérez. En el mismo explica que la ha visto en dos ocasiones, la primera en plena efervescencia propagandística, cuando no se había estrenado nada tan maravilloso desde que los Lumière inventaron el cinematógrafo. Su protagonista, un hombre "transformado" en mujer, estaba nominado al Óscar a la mejor actriz. Era un estandarte del wokismo. Por primera vez una persona "trans" podría recoger la estatuilla reservada a las mujeres. Era "lo más".
En apenas unos días saltó el escándalo. Una periodista canadiense de origen iraní rastreando tuits desubrió algunos que tiempo atrás había publicado el protagonista y que lo exponían como un racista. De la noche a la mañana la película se convirtió en ofensiva y reaccionaria. Ahora disgustaban acentos y localizaciones, las canciones, el guión; todo estaba mal. Era deleznable.
"Les juro que el primer plano de la película era el mismo las dos veces, y que su metraje corría por la pantalla con idéntica estructura, idénticos actores, idénticos gestos de los actores. Las canciones también eran las mismas" -escribe Olmos.
Algo había cambiado, y no era la película. Su protagonista ya no era uno de los nuestros.
Veo una entrevista o conferencia de hace unos años realizada al historiador mexicano Juan Miguel Zunzunegui. La voz que pregunta (no se ve en pantalla a su emisor) señala la diferencia entre el desorden y la inseguridad que reinan en Mexico y lo civilizados que resultan los Estados Unidos, y tras un breve intercambio esa voz añade: "claro, la diferencia es que aquí llegaron todos los que estaban presos, eran una bola de bandidos, muchos de ellos sifilíticos, que decidieron subirse a una lancha porque tenían o pena de muerte o pena eterna..."
Entonces Zunzunegui aclara: "Los que eran sifilíticos la adquirieron al llegar, porque la sífilis es una enfermedad americana".
Entonces la voz fuera de pantalla pega un giro de ciento ochenta grados y dice inmediatamente: "Ah, ¿no me digas? ¡Bueno, alguna venganza tenía que haber!"
Al margen de que se sostenga que las colonias inglesas fueron pobladas por ángeles, mientras que a los territorios españoles acudieron demonios, viene a resultar que la sífilis transmuta al instante de enfermedad espúrea a bienaventurado instrumento de justicia.
El imperativo categórico kantiano venía a decir: «obra como si la máxima de tu acción debiera tornarse, por tu voluntad, ley universal de la naturaleza». Es decir, sé justo, obra con los demás como te gustaría que obraran contigo; no tengas acepción de personas; usa el mismo criterio con todos.
Pues bien, la inclinación humana es justo la contraria. No mires "el qué" de la acción, sino "quién". Si es de los tuyos, justifícala, si es de "los otros", condénala.
Lo vemos por doquier, y lo peor de todo es que quienes se mueven en ese sectarismo son los mayores moralizadores que existen. Que Dios nos pille confesados...
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