Correo electrónico

BITÁCORA DE RAFAEL HIDALGO

miércoles, 17 de julio de 2019

El obispo apóstata




En “El gran divorcio” C.S. Lewis describe cómo un grupo de personas logra salir provisionalmente del infierno, donde todo es soledad y egoísmo, en un autobús que les deja a las puertas del cielo. Son seres fantasmales, casi inexistentes, aunque encerrados en sí mismos no son capaces de darse cuenta de su condición. Pero tienen una última oportunidad de salvarse y hacer que aquel infierno del que han momentáneamente asomado sea un purgatorio que dejar atrás. Uno de los viajeros es un obispo que se reencuentra con un sacerdote al que conoció en vida y que ha salido a su encuentro en el cielo para tratar de despertar su arrepentimiento y deseo de conversión, de modo que pueda acceder a la presencia de Dios. Pero el obispo no deja de hacer disquisiciones teológicas que se pierden en sí mismas sin cambiar de actitud. Entre otras, se cruzan las siguientes frases (comienza el obispo):


—Bueno, ahora es obvio, verdad, que no tenías toda la razón. ¡Pero, querido muchacho, si habías llegado a creer en la existencia literal de un cielo y un infierno!

—¿Pero no es así?

—Oh, en sentido espiritual, sin duda. Todavía creo, así, en eso. Sigo buscando el reino, mi querido niño. Pero nada supersticioso ni mitológico...

—Perdón. ¿Dónde cree que ha estado?

—Ah, ya veo. Me estás diciendo que la ciudad gris con esa constante esperanza de la mañana (debemos vivir según la esperanza, ¿verdad?), con su campo para el progreso indefinido, es, en cierto sentido, el cielo, si sólo tuviéramos ojos para verlo. Es una hermosa idea.

—No quise decir eso; de ningún modo. ¿Es posible que no sepa dónde ha estado?

—Ahora que lo dices, creo que nunca le dimos un nombre. ¿Cómo la llamas?

—La llamamos infierno.

—No hace falta ser agresivo, muchacho. Puede que no sea muy ortodoxo, en el sentido que das a la palabra, pero me parece que, verdaderamente, estos asuntos se deben exponer con sencillez, seriedad y reverencia.

—¿Hablar reverentemente del infierno? Dije exactamente lo que dije. Usted ha estado en el infierno. Aunque, si no desea regresar, lo puede llamar purgatorio.

—Continúa, querido muchacho, continúa. Esto parece tan de ti. Sin duda me podrás decir por qué, según tú, me enviaron allí. No estoy molesto.

—¿Pero acaso no lo sabe? Lo enviaron allí porque es usted un apóstata.

—¿Hablas en serio, Dick?

—Completamente.

—Esto es peor de lo que creía. ¿Crees, de verdad, que se castiga a la gente por sus opiniones más honestas? Suponiendo, claro, para seguir la conversación, que esas opiniones fueran erróneas.

—¿Acaso no cree usted que hay pecados de la inteligencia?

—Por cierto que sí, Dick. Hay los prejuicios más cerrados, la deshonestidad intelectual, la pusilanimidad, el inmovilismo. Pero las opiniones honestas, que se siguen sin miedo... no son pecado.

—Ya sé que solíamos conversar así. Lo hice hasta el final, cuando me convertí en caso ejemplar de lo que usted llamaría estrechez mental. Y todo depende de lo que llamemos opiniones honestas.

—Las mías lo eran, evidentemente. No sólo eran honestas, sino heroicas. Las afirmé sin miedo. Cuando la doctrina de la Resurrección dejó de satisfacer las facultades críticas con que Dios me dotó, la rechacé abiertamente. Prediqué mi famoso sermón. Desafié a toda la facultad. Corrí todos los riesgos.

—¿Qué riesgos? ¿Qué otra cosa podía resultar de todo ello aparte de lo que efectivamente resultó..., popularidad, ventas para sus libros, invitaciones, un obispado finalmente?

Dick, esto no es digno de ti. ¿Qué estás insinuando?

—Amigo mío, no estoy insinuando nada. Vea usted, ahora sé. Seamos francos. Nuestras opiniones no fueron tan honestas. Nos encontramos, sencillamente, en contacto con una determinada corriente de ideas y nos sumergimos en ella porque nos pareció moderna y exitosa. En la universidad empezamos a escribir automáticamente el tipo de ensayos que servían para obtener buenas calificaciones, diciendo el tipo de cosas que merecerían aplausos. Me parece que nunca, en toda la vida, enfrentamos honestamente, en soledad, la única pregunta en torno a la cual gira todo: ¿ocurre, al cabo, lo sobrenatual? ¿Resistimos alguna vez, realmente, la pérdida de nuestra fe?


El diálogo, que no tiene desperdicio, continúa. Mientras el sacerdote, que brilla intensamente, trata de convencer al vaporoso obispo de su necesidad de conversión, éste sigue jugando con las ideas hasta lanzar una larga perorata con la que concluye el diálogo. Entones el obispo regresa al vehículo del abismo despidiéndose:

“El fantasma saludó con la cabeza y sonrió al espíritu con su sonrisa clerical más brillante —o con la mejor aproximación que sus insustanciales labios podían controlar— y se volvió, entonando para sí mismo "Ciudad de Dios, qué grande y distante".”




7 comentarios:

  1. También el diablo tiene un lugar en el plan de Dios, pero quien asuma su papel deberá aceptar su destino, Este es sin duda el mejor intento de mostrar un infierno tal como puede ser realmente. Creer que esas tierras de penumbra sea realmente el cielo es una brillante explicación del mal. La inteligencia puede ser solo una herramienta más al servicio del maligno, algo que el pasado siglo y este nos enseñan reiteradamente.....y no parece que queramos entender.....

    ResponderEliminar
  2. Mi parte preferida de Perelandra es cuando Ransom comprende que con palabras va a perder contra el Mal y coge un palo....lo que disfrute con esa idea tan poco "cristiana"....(Sí, ya sé que hablo de otro libro....pero Lewis era profundamente coherente....)

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Cuando tengas oportunidad, léete "El segundo asalto", de Louis de Wohl. Es muy sencillo (lo leí bastante joven), pero va en la línea y aporta sus propias intuiciones.

      Gracias, Joaquín. Un saludo

      Eliminar
    2. gracias, lo pondré en la cola (si lo encuentro)..no parece fácil localizar el libro por lo que veo.

      Eliminar
  3. A ver si lo leo.
    Me gustaría.
    Un fuerte abrazo.

    ResponderEliminar