Querido Pablo:
Qué paciencia hubiste de tener. Tú, ciudadano
romano; hombre cultivado; discípulo nada menos que del gran Gamaliel. Tú, quien
podía hablar con fluidez en griego y en latín, y por supuesto en arameo. Con la
espalda hecha jirones a causa de los latigazos padecidos en nombre de Jesús el
Cristo (“cinco veces he recibido de los judíos los cuarenta latigazos menos uno”).
Tú, Pablo de Tarso, el virtuoso, teniendo que aguantar las
cavilaciones y meteduras de pata de Pedro, el pescador, el hombre rudo de Galilea; experto
en amarres e ignorante en leyes y profetas; quien tan pronto acogía a los
gentiles como, temeroso de ser tachado de tibio, les daba de lado dividiendo al
nuevo pueblo de Dios.
Pablo, qué paciencia hubiste de tener con Pedro,
la Roca, cimiento sobre el que se había de asentar la historia de la Salvación.
Los caminos de Dios son inescrutables, dice el
versículo. Y sin embargo Dios sabe más. No te eligió a ti como piedra fundante,
sino como peregrino y altavoz. Apóstol recio.
Al final los dos unisteis vuestros destinos en el
martirio, Pedro y tú, culminando la mayor hermandad que existe, la de la sangre
y la fe. Pedro, el elegido, el tosco y vacilante patrón de galilea, y Pablo, el
apóstol de los gentiles, el sabio converso aguijoneado con un mensajero de
Satanás para que permaneciera humilde y así diera frutos.
Pablo, qué poca cosa habrías sido si no hubieras
tenido la ocasión de ejercitar tanta paciencia, si no hubieras permitido a Dios
mostrar su grandeza en la debilidad del buen Pedro.
Se despide de ti el impaciente Rafael.
La paciencia de Paulo ha sido grande ¿y la mia? :-(
ResponderEliminarUn abrazo
Pues la mía, ni te cuento.
EliminarUn abbraccio grande.
Me encanta, Rafael.
ResponderEliminarPaco, un placer volver a verte por aquí.
EliminarUn placer leerte. Como siempre.
ResponderEliminarUn fuerte abrazo.
Y para mí una alegría que lo hagas.
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