
He estado casi todo el verano ingresado en un hospital. Quirófano, cuidados intensivos, subida a planta, goteros, sondas, caldos, alta hospitalaria, y vuelta a empezar por la puerta de urgencias. Así hasta tres veces.
El sufrimiento padecido y el diferente apoyo de personas cercanas me han hecho replantearme muchas cosas, o quizá, planteármelas en serio por vez primera.
Para empezar, he aprendido que el sufrimiento no se sabe, se experimenta. No existe un saber teórico del sufrimiento, sino una vivencia personal que es la única que nos aproxima a él. No valen argumentos, el misterio nos sobrepasa, porque eso es ante todo el sufrimiento: un misterio.
El sufrimiento es brutal, invasivo, inapelable. Cada dolor es único y, en cierta forma, absoluto. Mi dolor actual tiene una presencia tal, que no se puede confundir ni identificar con ningún otro dolor. Además, nos hace despertar a nuestra verdadera condición, la de seres vulnerables, frágiles, menesterosos, insuficientes. Nadie está a salvo, sea cual sea su condición.
Uno de mis compañeros de habitación era un fornido ganadero del Pirineo que no había estado enfermo jamás. Pues bien, una manchita cancerosa en la mandíbula lo había derribado en plena lozanía. ¿Quién está a salvo?
Cuando podía levantarme y miraba a la calle por la ventana del pasillo, pensaba que, probablemente, los transeúntes vivían en una ficción. Afanados en sus quehaceres diarios, se sentían invulnerables, creyendo que los hospitales son para “los otros”. Al menos así pensaba yo antes de acabar vistiendo un pijama de la Seguridad Social.
Una de las realidades que se me impuso con más fuerza fue la necesidad de encontrar sentido al sufrimiento. Ese dolor que se presentaba como una realidad implacable, ¿tenía algún sentido? Pensar que el dolor es sólo dolor, como se planteó C.S. Lewis cuando murió su esposa, es el mayor de los tormentos que quepa imaginar. Non plus ultra. “Tu sufrimiento se agota en ti mismo”. Eso tiene que ser el infierno.
Y es que el silencio de Dios es terrible. Yo no lo oía. O no me hablaba o no lo escuchaba, no sé. ¿Por qué permitía aquello? No sólo conmigo, sino con todos los que sufren: niños, ancianos, personas bondadosas, o cobardes, tanto da. Se despertó en mí la conciencia de incomprensión. Incomprensión y piedad por el dolor ajeno. Una comunión de dolor y misericordia por el mal de tantos hombres. Daba igual que el vecino de cama pensase de forma radicalmente distinta a mí, porque existía una fraternidad en el dolor, una unión inexplicable pero real. El dolor nos hermana. Mi compañero de enfermedad sí sabe, porque sufre como yo.
Quiero señalar algo importante: negar a un enfermo la condición redentora y sufriente de Jesucristo, ocultarle la posibilidad de que ese dolor que lo atenaza tenga algún valor, es una absoluta impiedad. En quien sufre, aunque sea el ateo más recalcitrante del mundo, está Jesucristo. Por eso, si Dios no habla, tu presencia acompañando al enfermo, sí. No para dar catequesis (más bien la recibirás) sino para querer y entregarte. Pues quien sufre precisa la compañía personal (no la bulla o los corrillos), sentirse querido, escuchado, distraerse. Esto último es muy importante, porque el enfermo tiende a hacer de su mal el centro de gravitación universal, y él mismo se ahoga en su congoja.
Contemplando al Hijo en la Cruz, el misterio persiste (o se agranda). Dios, si pudiste hacer todo esto sin dolor, ¿por qué te metiste de lleno en él? ¿Por qué no desterrarlo, sin más?
Es como si los aliados hubieran alcanzado los campos de concentración y, en vez de desarmar a los guardianes y liberar a los prisioneros, se hubieran puesto en las primeras filas para entrar de las cámaras de gas. ¿Qué sentido tendría aquello? En cierto modo es lo que hace el sacerdote de la película Muerte en Roma, pero ¿qué lógica rige en Dios?
Entonces uno más que pensar, contempla, y empieza a ver algunas cosas que asustan (y no poco) pero ante las cuales, si quiere ser honesto consigo mismo, no puede volver la espalda. La puerta estrecha, cumplir la voluntad del Padre, morir a uno mismo... ¿Quieres ir a Jerusalén para ser vilipendiado, torturado y crucificado? Yo me escandalizo con Pedro porque también pienso como los hombres. Perdóname. También te pido que hagas las cosas de otra manera, más fáciles, que destierres el dolor, que lo apartes de mí. Y te niego, y temo, y huyo, y lloro, y pido milagros que lo eviten…
Ha sido un verano difícil, muchas cosas se han derrumbado y todavía ando entre cascotes. El paisaje ha cambiado por completo. Sólo sé una cosa, que el edificio viejo ya no vale.