Todo partió de una idea súbita en la relectura de un libro más o menos antiguo. Un cambio de mirada; un giro copernicano en la interpretación de los hechos allí descritos; una revelación.
¿Cómo no se había dado cuenta nadie antes de las posibilidades que ofrecía ese clásico de la literatura? Pareciera como si el propio autor hubiera abonado el terreno para esa otra historia subterránia que a mí se me hacía manifiesta.
Me zambullé en el libro con ojo analítico, como si del acta de un juicio se tratara; investigando conexiones, hechos, declaraciones. ¡Todo casaba! ¡Todo!
Recopilé más y más información de distintas fuente y, sobre todo del propio libro, que acabé por caer en un bloqueo. Quería imprimir tal nivel de coherencia a mi novela basada en la otra que me empaché de datos. De modo que todo acabó en un cajón.
Dejé pasar el tiempo y lo retomé varias veces con idéntico final.
Por fin, un día me decidí a comenzar a escribir. Basta de calentamiento, había que comenzar la maratón. Sin guión previo, sin pautas marcadas, con el riesgo que la experiencia me ha mostrado que supone. La cosa iba viento en popa hasta que en un momento dado la historia colapsó. No podía seguir. Aferré las velas y eché el ancla. Hasta ahí habíamos llegado.
En vísperas del verano decidí rescatar al náufrago. Retomaría el libro y para ello me marcaría una disciplina diaria. Releí lo anteriormente escrito y me gustó, lo que no es poca cosa.
El caso es que pasadas las primeras jornadas con no pocas dificultades vuelvo a tener la impresión de estancamiento, de incapacidad.
Señor, levanta el viento del espíritu. Olvida mis debilidades y permíteme navegar con diligencia y rumbo. Que no quede otra vez encallado entre distracciones, tedio y falta de imaginación.
Los personajes merecen una nueva oportunidad. Ya que mi mente los ha alumbrado, que vivan el sueño de la existencia.
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