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BITÁCORA DE RAFAEL HIDALGO

sábado, 29 de agosto de 2020

Jueces de la Historia




Leía hoy en la prensa que Elon Musk, el profeta del nuevo hombre cibernético, ha presentado un chip destinado a implantarse en el cerebro humano.


Claro que cuando algo nuevo llega sus promotores acostumbran a vender sus prendas obviando las contraindicaciones que comporta. Es el yin y el yang del quehacer humano.


¿Cuántos de nuestros contemporáneos estarían dispuestos a unir su mente a un ordenador a través de un aparatito insertado en su cabeza? Grandes posibilidades, nuevas amenazas, ¿el fin de la intimidad? Hoy tal vez pocos, pero llegará el día...


Hace unos años nos hubiera resultado inimaginable compartir con un público anónimo aspectos netamente personales de nuestra vida. Ahora las redes sociales están inundadas de fotos familiares (cuando no íntimas), confidencias, posicionamientos políticos o ideológicos, etc. Pasen y vean.


Lo primero que hace una empresa de selección de personal no es leer el currículum, sino indagar en la red lo que el propio aspirante ha colgado. Bienvenidos a Ésta es su vida.


Un hombre del renacimiento, no digamos de la edad media, podía padecer numerosas servidumbres, pero no habría aceptado que el Estado se inmiscuyera en tantas áreas de su vida como lo hacen los Estados modernos: ¿cuánto gana usted? ¿Dónde invierte su dinero? ¿Qué inmuebles tiene? ¿Qué estudios tiene? ¿Qué enfermedades ha padecido?


Es curioso que el discurso feminista reinante sostenga que "las mujeres" han estado oprimidas desde Atapuerca hasta hace media hora. Como si la humanidad hubiera tenido siempre idénticas aspiraciones y recursos que los de nuestro tiempo.


En una ocasión a mi madre se le ocurrió decirme que fuera a poner la mesa. Mi abuela, que vivía con nosotros, lo oyó y escandalizada exclamó: "¡Habiendo tres mujeres en esta casa va a poner la mesa el chico!" A mis quince años aquello sonó a música celestial, qué más quería yo, pero lo cierto es que a mi abuela le habría resultado penosísimo ver a su marido o a otro de los varones de la familia haciendo según qué tareas. ¿La razón? Pues que era una mujer nacida en 1.888. Y no por ello más tonta, ni menos práctica, ni más explotada, simplemente asentada en una forma de vida diferente.


Hoy una mujer puede levantarse a las siete de la mañana, pasarse el día sin ver a sus hijos y pagar a otras mujeres para que limpien su casa y hagan de madre. ¿Está por ello más liberada? Depende se mire. Desde luego mi abuela no la habría envidiado.


Nos subimos a la atalaya de los prejuicios de nuestro tiempo y nos sentimos jueces de la historia. Pero como decía el poeta, "todo pasa y todo queda, pero lo nuestro es pasar..." No somos el punto final de ninguna crónica, sino sólo un peldaño más llamado a ser superado.


viernes, 21 de agosto de 2020

¿Armonía intencional?

 


¿Y si todo tiene sentido?


El gran abismo que históricamente se ha abierto ante el hombre ha sido: ¿Y si nada tiene sentido?


Sin embargo lo que hoy llenaría de zozobra al hombre occidental es que todo tenga un sentido. Que las pompas de jabón sean esféricas por un motivo. Y la luz sea una constante por una razón. Y nuestra vida tenga un propósito no discrecional.


Hoy el animal que otrora se llamó a sí mismo racional se ha convertido en un oportunista que teme al sentido. 

jueves, 20 de agosto de 2020

Ea, ea, ea, el obispo se mosquea

 


Leo el siguiente titular en Infocatólica: "El arzobispo de Santa Fe podría retirar la facultad de predicar a los sacerdotes que den homilías largas durante la pandemia". Por lo visto estableció un límite de cinco minutos.


Como esto cunda no va a quedar un cardenal, obispo ni casi párroco en pie. 


Recuerdo la confirmación de unos sobrinos, hace algunos años, en que el entonces obispo de Zaragoza nos tuvo cautivos a confirmandos y familiares en torno a tres horas. Sus ¿¿edificantes?? homilías dominicales podían durar perfectamente media hora o más. Quizá era por aproximar a los fieles a una experiencia de lo que debe ser la eternidad. Añoraba uno la muerte, y no precisamente la propia.


En fin, no quiero desbarrar más.


Yo no digo yo que de cinco minutos, pero sobrias, preparadas y sustanciosas sí, por favor. Dejemos la improvisación para las vanguardias artísticas.

miércoles, 19 de agosto de 2020

Ni los ladrones lo quieren



Esta noche, cenando con unos amigos, Gonzalo y su familia me han contado cómo recientemente les desvalijaron el coche. Por lo visto el o los ladrones les quitaron absolutamente todo, incluso una caja de cereales empezada. En realidad hubo una única cosa que no se llevaron: un ejemplar de Bresca, el guardia suizo.


O el libro tiene poderes exorcizadores, cosa que dudo, o me temo lo peor.

miércoles, 12 de agosto de 2020

"Juergas" de guerra


La película Juegos de guerra supuso mi despertar entusiasta al mundo de la informática. Un chaval, desde su dormitorio, era capaz de emprender una aventura galopante en compañía de una atractiva compañera de clase gracias al módem de su ordenador. Claro que en aquella hazaña casi desencadenaba la tercera guerra mundial.

Tenía yo entonces catorce o quince años y en cuanto se me presentó la oportunidad me apunté a un curso de programación en Basic.

La misma entidad financiera que había organizado el curso nos facilitó la adquisición de ordenadores personales a los que estuviéramos interesados, y así fue como me hice con un Sharp MZ700 con nada menos que 64 k de memoria RAM. La pera. Hoy cualquier reloj digital debe centuplicar varias veces esa capacidad, pero estamos hablando de 1983, cuando la empresa de Steve Jobs tenía diez empleados y Olivetti se forraba vendiendo máquinas de escribir.

Aquel aparato guardaba los archivos en cintas de casete que se metían en el propio ordenador. La vanguardia de la vanguardia de la avanzadilla mayor del reino.

La cuestión es que inspirado en Juegos de guerra apliqué mis recién adquiridos conocimientos en hacer un programa bastante apañado en el que hacía ver que el usuario entraba en la base de datos de la CIA y tenía a su disposición información tan relevante como la ubicación de los misiles de la OTAN en Europa occidental.

Situémonos: Por aquel entonces la cabeza visible de la Unión Soviética era un tío serio y carcamal llamado Yuri Andrópov que había participado en el aplastamiento del levantamiento húngaro de 1956 y que había pasado media vida dirigiendo la KGB.

El caso es que una tarde estaba yo con unos amigos (los hermanos Gallego, Enrique Ester y creo que José Luis Navarro) viendo la vida pasar, cuando salió el tema de los ordenadores. Como quien no quiere la cosa dejé caer que yo tenía uno y que había contactado con la base americana que todavía existía en Zaragoza. (¡OTAN no, bases fuera!, y todo aquello que se decía). Tal afirmación amoscó a mis colegas, pues una novedad tan relevante como la posesión de un ordenador no podía salir a la luz de forma tan anodina como esa. De tener realmente un ordenador yo lo habría anunciado a bombo y platillo desde el primer momento.

Para despejar sus dudas les invité a venir a mi casa a verlo, y ellos aceptaron encantados.

No hay cóctel más eficaz que la mezcla de verdades y mentiras. Apenas vieron el artilugio estuvieron dispuestos a tragar todo lo que les echara de comer. Ni cortos ni perezosos nos dispusimos a conectarnos con la base americana. Ni que decir tiene que mi ordenador no tenía conexión telefónica, así que les conté una milonga que asumieron sin miramientos.

Apenas empezaron a aparecer los datos de los misiles la excitación se apoderó del ambiente. Enrique empezó a gritar: "¡Pero tíos, sabéis lo que vale esta información! ¡Sabéis la pasta que esto vale!". Como si fuera el pistoletazo de salida de una carrera por la supervivencia, todos empezaron a copiar a boli los datos que iba aportando la pantalla.

Mientras se afanaban sonó el teléfono de casa que estaba en el pasillo. Salí a cogerlo y resultó ser un compañero de clase que llamaba para preguntar qué deberes nos habían puesto para el lunes. Dada la longitud del pasillo mis huéspedes no oyeron nada de la conversación, así que cuando regresé a mi cuarto pude comunicarles con la mayor seriedad del mundo que acababan de telefonear de la Capitanía General (en aquel entonces Zaragoza todavía contaba con una capitanía general) y que me preguntaban si tenía conectado el ordenador, pues de ser así estaba comprometiendo la seguridad nacional. Naturalmente yo lo había negado todo, pero ahora teníamos que apagarlo de inmediato o nos cazarían.

Entonces mis amigos empezaron a escribir como posesos las últimas localizaciones de lanzaderas de misiles. "¡Espera, no apagues, que me falta muy poco!"

Apenas desconecté, Enrique empezó a aleccionarnos sobre lo que debíamos y no debíamos hacer. "Tíos, esto vale una pasta, pero no se lo podemos contar a nadie. Tenemos que jurar que no se lo diremos a nadie. ¡A nadie!". Y así fue como nos conjuramos para sellar nuestro magnífico secreto.

A la salida comenzamos a andar agitados por los acontecimientos en que nos veíamos inmersos. Las calles estaban bastante desoladas y coincidió que un buen hombre caminaba unos diez metros por detrás de nosotros. Sobre la marcha se me ocurrió dar una vuelta más de tuerca al episodio, y les dije bajando la voz que aquel mismo individuo me había seguido la otra vez que me conecté. 

La reacción del equipo anarco-informático recién conformado no se hizo esperar. Apenas giramos una esquina nos echamos a correr y nos guarecimos dentro del primer bar que encontramos. Desde el escaparate vimos pasar al peligroso agente al que habíamos conseguido dar esquinazo. Por supuesto no consumimos nada, pues manteníamos una disciplina ascética de inspiración paterna consistente en andar por la vida sin blanca.

Cuando al fin nos despedimos Enrique se quedó con las copias manuscritas de las bases secretas de la OTAN con el fin de hacer fotocopias para todos los demás. Recordó el juramento que habíamos adquirido y la importancia de mantenerlo. Y, por último, me dijo que me telefonearía por la noche para asegurarse de que todo iba bien. ¿Acaso no me habían llamado desde la mismísima Capitanía General?

Llegó la noche, y poco después de la cena sonó el teléfono.

- ¿Diga?

- Hola, Rafa, soy Enrique. ¿Todo bien?

- Enrique, ahora mismo no puedo hablar. Están llamando al portero automático y al asomarme al balcón he visto que había una furgoneta de la policía militar debajo de casa. Te tengo que dejar.

- ¡No fastidies! ¡Ostras, tío! Te llamo luego. Ya me contarás.

La broma no planificada me estaba saliendo tan redonda que no podía guardarla por más tiempo para mí solo. Fui al cuarto de mi hermana, que entonces tendría diecinueve años, y se lo conté todo. No paraba de reír mientras escuchaba la rocambolesca historia y decidió echarme una mano antes de hacer explotar el globo.

Cuando llamara Enrique ella cogería el teléfono y le diría que no entendía lo que estaba sucediendo, que habían subido dos soldados de la policía militar y se me habían llevado detenido.

No tuvo que esperar mucho para entrar en acción. Ring, ring...

- Hola, soy Enrique. ¿Está Rafa?

- Es que mi hermano, mi hermano, mi hermaaanooo...

No podía aguantar la risa y tenía que taparse la boca para no estallar, pero al otro lado del aparato se estaba viviendo una historia completamente distinta.

- ¡No llores! Yo sé lo que pasa con tu hermano. ¡No llores! Ya te explicaré. ¡Salgo para allá!

Era demasiado. La carcajada estalló irremediablemente y hubo que poner todas las cartas bocarriba antes de que a Enrique le diera un infarto o pidiera ayuda a la embajada de Yugoeslavia. 

La decepción de mi pobre amigo no pudo ser mayor. Él, que nos había hecho jurar y perjurar que nada diríamos, había convencido a su madre y a una hermana de la verdad de aquellos acontecimientos, mientras su padre y otra hermana los ponían en cuestión. 

Al día siguiente hubo que contarlo a los demás conjurados que cayeron de vuelta del mundo de James Bond al de unos simples mortales con acné juvenil.

La historia estuvo a punto de tener una segunda parte, pues enterados varios primos míos de mi hazaña quisieron organizar otra broma de igual inspiración pero por todo lo grande, con secuestro fingido incluido. Afortunadamente, pese a ser el querubín de la familia, tuve el suficiente sentido común como para detener una bola de nieve que se iba haciendo demasiado grande a pasos agigantados.

He de decir que más de treinta años después mantengo a todos mis amigos, lo cual, dadas las circunstancias, dice mucho en su favor...



sábado, 1 de agosto de 2020

En retirada



Propusieron hacer una cena en la playa; preparé unos bocadillos y allá que nos fuimos. De pie frente al mar, cubriéndonos con la mano contemplamos al Sol posarse sobre el horizonte hasta difuminarse.

Pasó.

En el crepúsculo de hoy no había cielo, ni el cabrilleo de las aguas escondiendo los pies. Faltaba su presencia, sus risas y preguntas, sus silencios y confidencias, su alegría y su luz.

Ha anochecido.