En “El gran divorcio” C.S. Lewis describe cómo un grupo
de personas logra salir provisionalmente del infierno, donde todo es soledad y
egoísmo, en un autobús que les deja a las puertas del cielo. Son seres
fantasmales, casi inexistentes, aunque encerrados en sí mismos no son capaces
de darse cuenta de su condición. Pero tienen una última oportunidad de salvarse
y hacer que aquel infierno del que han momentáneamente asomado sea un
purgatorio que dejar atrás. Uno de los viajeros es un obispo que se reencuentra
con un sacerdote al que conoció en vida y que ha salido a su encuentro en el
cielo para tratar de despertar su arrepentimiento y deseo de conversión, de
modo que pueda acceder a la presencia de Dios. Pero el obispo no deja de hacer disquisiciones
teológicas que se pierden en sí mismas sin cambiar de actitud. Entre otras, se cruzan las
siguientes frases (comienza el obispo):
—Bueno, ahora es obvio, verdad, que no tenías toda la
razón. ¡Pero, querido muchacho, si habías llegado a creer en la existencia literal
de un cielo y un infierno!
—¿Pero no es así?
—Oh, en sentido espiritual, sin duda. Todavía creo, así,
en eso. Sigo buscando el reino, mi querido niño. Pero nada supersticioso ni mitológico...
—Perdón. ¿Dónde cree que ha estado?
—Ah, ya veo. Me estás diciendo que la ciudad gris con esa
constante esperanza de la mañana (debemos vivir según la esperanza, ¿verdad?),
con su campo para el progreso indefinido, es, en cierto sentido, el cielo, si
sólo tuviéramos ojos para verlo. Es una hermosa idea.
—No quise decir eso; de ningún modo. ¿Es posible que no
sepa dónde ha estado?
—Ahora que lo dices, creo que nunca le dimos un nombre.
¿Cómo la llamas?
—La llamamos infierno.
—No hace falta ser agresivo, muchacho. Puede que no sea
muy ortodoxo, en el sentido que das a la palabra, pero me parece que,
verdaderamente, estos asuntos se deben exponer con sencillez, seriedad y
reverencia.
—¿Hablar reverentemente del infierno? Dije exactamente lo
que dije. Usted ha estado en el infierno. Aunque, si no desea regresar, lo
puede llamar purgatorio.
—Continúa, querido muchacho, continúa. Esto parece tan de
ti. Sin duda me podrás decir por qué, según tú, me enviaron allí. No estoy
molesto.
—¿Pero acaso no lo sabe? Lo enviaron allí porque es usted
un apóstata.
—¿Hablas en serio, Dick?
—Completamente.
—Esto es peor de lo que creía. ¿Crees, de verdad, que se
castiga a la gente por sus opiniones más honestas? Suponiendo, claro, para
seguir la conversación, que esas opiniones fueran erróneas.
—¿Acaso no cree usted que hay pecados de la inteligencia?
—Por cierto que sí, Dick. Hay los prejuicios más
cerrados, la deshonestidad intelectual, la pusilanimidad, el inmovilismo. Pero
las opiniones honestas, que se siguen sin miedo... no son pecado.
—Ya sé que solíamos conversar así. Lo hice hasta el
final, cuando me convertí en caso ejemplar de lo que usted llamaría estrechez
mental. Y todo depende de lo que llamemos opiniones honestas.
—Las mías lo eran, evidentemente. No sólo eran honestas,
sino heroicas. Las afirmé sin miedo. Cuando la doctrina de la Resurrección dejó
de satisfacer las facultades críticas con que Dios me dotó, la rechacé
abiertamente. Prediqué mi famoso sermón. Desafié a toda la facultad. Corrí
todos los riesgos.
—¿Qué riesgos? ¿Qué otra cosa podía resultar de todo ello
aparte de lo que efectivamente resultó..., popularidad, ventas para sus libros,
invitaciones, un obispado finalmente?
—Dick, esto no es digno de ti. ¿Qué estás insinuando?
—Amigo mío, no estoy insinuando nada. Vea usted, ahora
sé. Seamos francos. Nuestras opiniones no fueron tan honestas. Nos encontramos,
sencillamente, en contacto con una determinada corriente de ideas y nos sumergimos
en ella porque nos pareció moderna y exitosa. En la universidad empezamos a
escribir automáticamente el tipo de ensayos que servían para obtener buenas
calificaciones, diciendo el tipo de cosas que merecerían aplausos. Me parece
que nunca, en toda la vida, enfrentamos honestamente, en soledad, la única
pregunta en torno a la cual gira todo: ¿ocurre, al cabo, lo sobrenatual?
¿Resistimos alguna vez, realmente, la pérdida de nuestra fe?
El diálogo, que no tiene desperdicio, continúa. Mientras
el sacerdote, que brilla intensamente, trata de convencer al vaporoso obispo de
su necesidad de conversión, éste sigue jugando con las ideas hasta lanzar una
larga perorata con la que concluye el diálogo. Entones el obispo regresa al
vehículo del abismo despidiéndose:
“El fantasma saludó con la cabeza y sonrió al espíritu
con su sonrisa clerical más brillante —o con la mejor aproximación que sus
insustanciales labios podían controlar— y se volvió, entonando para sí mismo
"Ciudad de Dios, qué grande y distante".”