En 1910 salía de las imprentas un libro de Norman Angell
titulado La gran ilusión. En el mismo
el escritor y político (que obtendría el Nobel de la Paz dos décadas después) “demostraba” la
imposibilidad de una guerra en Europa, basándose en unos argumentos y ejemplos
que pretendían ser irrefutables. Sostenía que “en la presente interdependencia
financiera y económica de las naciones, el vencedor sufriría tanto como el
vencido” por lo que ningún país cometería la locura de iniciar una guerra. Tal
como recordaba Barbara W. Tuchman en Los
cañones de agosto, la obra fue traducida a once idiomas y se convirtió en
libro de culto hasta el punto de crearse grupos de estudio del mismo por todo
el mundo.
Ese mismo año el general alemán Von Bernhardi ultimaba un
libro que saldría publicado poco después bajo el título Alemania y la próxima guerra, el cual contenía capítulos con epígrafes
tan expresivos como “El derecho a hacer la guerra”, “El deber de hacer la
guerra” o “Potencia mundial o hundimiento”.
Como es bien sabido, en 1914 se desataba la mayor catástrofe
bélica europea conocida hasta aquel entonces, tal como había anunciado sin tapujos Von Bernhardi.
A menudo olvidamos que la voluntad de los hombres no siempre
va ligada al sentido común. La ambición, el sectarismo, los prejucios y los
particularismos de toda índole son capaces de llevarse por delante cualquier
cosa, aún a riesgo de un perjuicio propio.
En nuestro país estamos viendo cómo desde las más altas
instancias del poder político (y mediático) en Cataluña, con la complicidad de amplios
sectores, se está desarrollando un proyecto que tiene como fin manifiesto su
secesión del resto de España. Ello pone en cuestión la misma existencia de la
nación española. Ni más ni menos.
Esto se realiza a ojos vista, sin pudor ni disimulo,
envalentonados sus promotores por el pasmo y pasividad de aquellos que tienen
mayor responsabilidad en velar por la integridad y prosperidad del país. Hemos
recibido un legado que debemos transmitir a los que vienen detrás lo más enriquecido
posible, no despilfarrado, pero esto parece no importar a nadie.
“Una Cataluña independiente no es viable económicamente”, se
dice. Al igual que Angell en su gran
ilusión se cree que a los hombres los moviliza únicamente el bienestar y la
sensatez, como si la historia no hubiera demostrado sobradamente cuán poderosos
son otros resortes.
Y mientras esto sucede el gobierno del país se muestra
incapaz de iniciativa alguna, echando balones a la fiscalía para ver si
mágicamente le arregla un problema que lleva lustros incubándose y que cada vez
eclosiona con mayor vigor.
Tampoco anda muy lúcida la oposición que con
su pose de buenrollismo pretende
hacernos creer que a ellos no les pasaría, cuando han participado de la
claudicación ante el nacionalismo como el primero.
Urge un proyecto de vida común integrador. No basta con
negar, es preciso afirmar, mostrar un programa nacional atrayente,
constructivo, aunador de voluntades. Además, no se puede dejar abandonada a esa gran masa de
catalanes que se retraen de la cosa pública porque se sienten excluidos por el
discurso nacionalista dominante e incontestado o, lo que no se sabe si es peor, respondido con tan fría solemnidad como embarazo.
Se ha perdido la iniciativa y lo peor es que todo apunta a
que no se sabe qué hacer, no ya mañana o pasado mañana, sino hoy mismo. No
podemos dejar pasar, no abordar los
problemas en su raíz equivale a alimentarlos.
Stefan Zweig escribía en El
mundo de ayer que “había estudiado demasiada historia, y escrito sobre
ella, como para no saber que la gran masa siempre se inclina hacia el lado
donde se halla el centro de gravedad en cada momento”. Pues bien, hoy la fuerza
dominante es centrífuga y lo que está en juego es la existencia misma de la
nación más antigua de Europa, la misma que extendió y hermanó un continente
allende los mares. Y esta fuerza disgregadora ha calado no sólo entre los habitantes de la regiones tradicionalmente más nacionalistas, sino en amplios sectores del resto de España que creen ver en los festejos disgregadores el signo de los tiempos.
Como planteaba Ortega y Gasset, necesitamos un proyecto sugerente que nos permitan poner a salvo lo valioso e integrar lo plural en la unidad, ir
a las raíces, y ello sin olvidar un principio que enarboló su discípulo
Julián Marías: “no intentar contentar a los que no se van a contentar”.