domingo, 16 de noviembre de 2014

La gran desilusión



En 1910 salía de las imprentas un libro de Norman Angell titulado La gran ilusión. En el mismo el escritor y político (que obtendría el Nobel de la Paz dos décadas después) “demostraba” la imposibilidad de una guerra en Europa, basándose en unos argumentos y ejemplos que pretendían ser irrefutables. Sostenía que “en la presente interdependencia financiera y económica de las naciones, el vencedor sufriría tanto como el vencido” por lo que ningún país cometería la locura de iniciar una guerra. Tal como recordaba Barbara W. Tuchman en Los cañones de agosto, la obra fue traducida a once idiomas y se convirtió en libro de culto hasta el punto de crearse grupos de estudio del mismo por todo el mundo.

Ese mismo año el general alemán Von Bernhardi ultimaba un libro que saldría publicado poco después bajo el título Alemania y la próxima guerra, el cual contenía capítulos con epígrafes tan expresivos como “El derecho a hacer la guerra”, “El deber de hacer la guerra” o “Potencia mundial o hundimiento”.

Como es bien sabido, en 1914 se desataba la mayor catástrofe bélica europea conocida hasta aquel entonces, tal como había anunciado sin tapujos Von Bernhardi.

A menudo olvidamos que la voluntad de los hombres no siempre va ligada al sentido común. La ambición, el sectarismo, los prejucios y los particularismos de toda índole son capaces de llevarse por delante cualquier cosa, aún a riesgo de un perjuicio propio.

En nuestro país estamos viendo cómo desde las más altas instancias del poder político (y mediático) en Cataluña, con la complicidad de amplios sectores, se está desarrollando un proyecto que tiene como fin manifiesto su secesión del resto de España. Ello pone en cuestión la misma existencia de la nación española. Ni más ni menos.

Esto se realiza a ojos vista, sin pudor ni disimulo, envalentonados sus promotores por el pasmo y pasividad de aquellos que tienen mayor responsabilidad en velar por la integridad y prosperidad del país. Hemos recibido un legado que debemos transmitir a los que vienen detrás lo más enriquecido posible, no despilfarrado, pero esto parece no importar a nadie.

“Una Cataluña independiente no es viable económicamente”, se dice. Al igual que Angell en su gran ilusión se cree que a los hombres los moviliza únicamente el bienestar y la sensatez, como si la historia no hubiera demostrado sobradamente cuán poderosos son otros resortes.

Y mientras esto sucede el gobierno del país se muestra incapaz de iniciativa alguna, echando balones a la fiscalía para ver si mágicamente le arregla un problema que lleva lustros incubándose y que cada vez eclosiona con mayor vigor.

Tampoco anda muy lúcida la oposición que con su pose de buenrollismo pretende hacernos creer que a ellos no les pasaría, cuando han participado de la claudicación ante el nacionalismo como el primero.

Urge un proyecto de vida común integrador. No basta con negar, es preciso afirmar, mostrar un programa nacional atrayente, constructivo, aunador de voluntades. Además, no se puede dejar abandonada a esa gran masa de catalanes que se retraen de la cosa pública porque se sienten excluidos por el discurso nacionalista dominante e incontestado o, lo que no se sabe si es peor, respondido con tan fría solemnidad como embarazo.

Se ha perdido la iniciativa y lo peor es que todo apunta a que no se sabe qué hacer, no ya mañana o pasado mañana, sino hoy mismo. No podemos dejar pasar, no abordar los problemas en su raíz equivale a alimentarlos.

Stefan Zweig escribía en El mundo de ayer que “había estudiado demasiada historia, y escrito sobre ella, como para no saber que la gran masa siempre se inclina hacia el lado donde se halla el centro de gravedad en cada momento”. Pues bien, hoy la fuerza dominante es centrífuga y lo que está en juego es la existencia misma de la nación más antigua de Europa, la misma que extendió y hermanó un continente allende los mares. Y esta fuerza disgregadora ha calado no sólo entre los habitantes de la regiones tradicionalmente más nacionalistas, sino en amplios sectores del resto de España que creen ver en los festejos disgregadores el signo de los tiempos.


Como planteaba Ortega y Gasset, necesitamos un proyecto sugerente que nos permitan poner a salvo lo valioso e integrar lo plural en la unidad, ir a las raíces, y ello sin olvidar un principio que enarboló su discípulo Julián Marías: “no intentar contentar a los que no se van a contentar”.

6 comentarios:

  1. Jose Antonio Manonegra.16 de noviembre de 2014, 9:02

    No estoy en absoluto de acuerdo...no me tires de la lengua...

    Rezo por los catalanes...

    Abrazos gerundenses...

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    1. Manonegra, habla, habla, que te tiro de la lengua.

      Abrazos reusenses...

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  2. Muy buena e interesante tu exposición.

    Y,además, te aplaudo.

    Un beso, Rafael.

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  3. Tienes razón, amigo Rafa: "A menudo olvidamos que la voluntad de los hombres no siempre va ligada al sentido común. La ambición, el sectarismo, los prejuicios y los particularismos de toda índole son capaces de llevarse por delante cualquier cosa, aún a riesgo de un perjuicio propio". ¡Un abrazo!

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    1. Nicolás, sólo hay que echar un vistazo al mundo, ¿no te parece? Aquí Don Quijote era el único cuerdo.

      Un abrazo para ti

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