Mi amigo Paco se fue a vivir con su mujer e hijos a La
Joyosa, a veinte kilómetros de Zaragoza. Con el boom de la vivienda el pueblo
ha experimentado un crecimiento enorme; así, mientras en 1991 lo habitaban
345 almas, en 2009 alcanzaba la astronómica cifra de 908.
El caso es que La Joyosa está literalmente pegado a otro
pueblo, Marlofa, que no alcanza los doscientos habitantes. Cuando digo pegado
es pegado, adyacente, limítrofe, prácticamente “confundido con”. Hasta tal
punto, que si no fuera por el cartel que los distingue en la rotonda de
acceso, parecerían dos calles de un mismo término.
Un día mi amigo Paco comentaba con un autóctono
de La Joyosa su incomprensión de que en el año de Gracia en que nos encontramos
y con la que está cayendo todavía hubiera dos pueblos distintos con sus
respectivas municipalidades, iglesias y festividades, etcétera. Entonces, el joyosino,
sintiendo que aquella observación atravesaba lo más profundo de sus entrañas, exclamó:
-
¡Pero no te has dado cuenta de lo diferentes que
somos!
Paco quedó perplejo por un momento, pero rápidamente su vecino vino a aclararle las cosas. Aquel enclave siglos ha había pertenecido a un señor que lo dividió
entre sus dos hijos. Según él, los de Marlofa eran descendientes de los moros que
trabajaban aquellas tierras. “¿No ves que son más bajitos y morenos?”; mientras
que, por lo visto, la fiera sangre de Recesvinto había quedado del lado de La Joyosa.
Oyendo aquello mi amigo no sabía si asistía a una película
berlanguiana o a un delirino aranista.
“Sabes qué –me
comentaba Paco con su sana ironía-, desde aquel día ya empiezo a ver a los de
Marlofa más torrados y chaparrudos”.