Halloween sí. Halloween no. Moda extranjera. Diversión
con raíces. Daré mi opinión, ya que nadie me la pide.
Desde pequeño me ha inquietado la cuestión de la muerte.
No “la Parca”, “la señora de la guadaña”, “la Catrina” o cualquier otra
encarnación fantástica de un ser amenazante, sino mi muerte concreta, real e inexorable, y, por ende, la de mis seres
queridos. La sombra de la aniquilación personal en definitiva.
No fue casualidad que mi tesis doctoral versase sobre ese
tema. Ni lo es la inquietante afinidad que siento por muchos, ¡muchos! de los
textos de Unamuno.
Por eso la trivialización de una realidad tan grave, en
la cual nos jugamos el ser o no ser, el sentido mismo de nuestra existencia, el
abismo insondable de Dios (o el sin-dios), me despierta un rechazo instintivo.
Se viste con un carácter festivo e inocente, mas lejos de
consolarme me resulta patético.
Entiendo que la intención de los padres, y todavía más de
los niños, es meramente lúdica, pero la excusa que se toma para ello me parece,
en el mejor de los casos, inapropiada. Comprendo que la mayor parte de la gente
no lo ve así, de ahí la invasión de disfraces y niños zombi pidiendo golosinas,
muchos de ellos acompañados por sus progenitores con igual aspecto; no prejuzgo
sus buenas intenciones, mas en cualquier caso ya he advertido que iba a dar mi
opinión y es lo que hago.
Compartiré una anécdota. Cuando eran más pequeñas, mis
hijas acudían a una asociación que organizaba actividades infantiles.
Coincidiendo con Todos los Santos y en sintonía con los tiempos, disfrazaron y
maquillaron a los niños de Halloween.
A la menor de mis hijas la fotografiaron junto a otros niños de su edad,
incluyendo dicha foto en el calendario del año siguiente. Pues bien, no conservo
el calendario ni, desde luego, la fotografía. La imagen me pareció espantosa,
aterradora, pero no porque transmitiera un simpático trato o susto, sino por contemplar a un grupo de niños con aspecto
de muertos corrompidos. Las cuencas de los ojos negras, la tez nívea, marcas de
heridas; cuando la infancia es un canto a la vida, a la belleza, a la esperanza,
a la luz.
Unamuno, que tras apoyar el advenimiento de la República
renegó de ella por la deriva que tomó, acabó enfrentándose también al bando que
hasta entonces había apoyado entre otras cosas por haberse proferido el grito
de viva la muerte en su presencia.
Recogeré sus palabras:
“Acabo de oír el necrófilo e insensato grito "¡Viva
la muerte!". Esto me suena lo mismo que "¡Muera la vida!". Y yo,
que he pasado mi vida componiendo paradojas que excitaban la ira de algunos que
no las comprendían he de deciros, como experto en la materia, que esta ridícula
paradoja me parece repelente”.
Don Miguel, no vea cómo le entiendo, y aunque es posible
que nadie más lo haga, sé que usted a mí también. Y, don Miguel, hablando de
muertos, tomo prestados aquellos versos de Quevedo que tan al caso vienen:
“Retirado en la paz de estos desiertos,
con pocos, pero doctos libros juntos,
vivo en conversación con los difuntos,
y escucho con mis ojos a los muertos”.