Hay un hombre cercano, familiar, tanto, que aproximarnos él nos ayuda a comprendernos. Sin embargo nos separan casi 1600 años. Si no fuera por lo equívoco del término, podríamos decir que es alguien particularmente moderno, aunque el término correcto debiera ser actual. Me refiero a Agustín de Hipona, quien nació y murió en suelo romano, al norte de África, en una época de cambios y crisis como otras tantas, como la nuestra...
Sus Confesiones arrancan de este modo:
"¿Qué es lo que quiero deciros? Quiero deciros -no os riáis de mí- que no sé de dónde he venido aquí, a esta vida mortal o, si queréis, a esta muerte vital. No lo sé".
¿No estamos sumidos en la misma desorientación? ¿De dónde venimos? ¿Quiénes somos? ¿Cuál es nuestro linaje, el del polvo, el de los reptiles, el del azar, el de las estrellas, el de los dioses...?
"Mientras me olvidaba de Dios, por todas partes oía «¡Bien, bien!» Y es que la mayor parte de los hombres viven también lejos de Dios; y si le gritan a uno «¡Bien, bien!» es para que le dé vergüenza no ser como ellos."
¿Dónde están hoy los prestigios, los aplausos, los reconocimientos? ¿Por quienes guardamos duelo y a quiénes ignoramos? Levantar la torva cerviz del suelo para alzar la mirada al cielo se tiene por infame o, cuando menos, estúpido.
"Me avergonzaba entre mis compañeros de parecer menos desvergonzado que ellos cuando les oía ufanarse de su desvergüenza, más por el deseo de ser alabados y admirados que por el placer que encontraban en sus torpezas. Por no ser menos, yo me hacía más vicioso, y cuando no había hecho nada que mereciera la pena ser contado, lo inventaba y mentía para no parecer inocente y casto".
Pero bajo esa jactancia externa el corazón Agustín se encuentra en un estado que no nos es desconocido:
"No sé qué raro sentimiento había nacido en mí: sentía un gran tedio de vivir y, a la vez, un terrible miedo a la muerte".
Conoce a una mujer y empieza a convivir con ella. El amor empieza a dar un sentido a su vida, pero todavía es muy incompleto. Quedan muchos interrogantes. Quizá la ciencia tenga la respuesta. El esfuerzo del hombre, ese campeón cósmico que todo lo mide y lo pesa. Sólo tú. ¡Adelante!
"Y es que la soberbia impide llegar a Dios, aunque sepan contar las estrellas del cielo y la arena del mar, y midan el cielo e investiguen el recorrido de los astros (...). Los ignorantes se admiran y se quedan pasmados ante estas cosa; y los que las saben se envanecen... y se desvanecen, y con su soberbia se apartan de la verdadera Luz, y se apagan (...) porque no investigan de dónde les viene su inteligencia, y aunque adviertan que la han recibido de Dios, se dan gloria a sí mismos en vez de a Dios".
Agustín se percata que quienes desde las ciencias dicen tener a mano todas las respuestas, no son sinceros, pues ofrecen lo que no poseen, la respuesta a los anhelos humanos. Hay un ámbito de misterio que escapa a la pura razón y a la experiencia empírica, pero sobre el que el hombre necesita respuestas para hacer su vida.
"Empecé a dar preferencia a la doctrina católica, porque me parecía que en ella se explicaban las cosas con más honradez, sin mentiras. Lo que no se demostraba intelectualmente -porque no había pruebas o porque no se supiesen entonces- se creía. Los maniqueos, en cambio, despreciaban la fe y prometían con frívola insensatez una construcción científica, que no era tal, sino que en realidad obligaban a creer en una infinidad de absurdas estupideces que no podían demostrar".
Sin embargo la exigencia de esa fe le parece descomunal. Todavía pretende cargar sobre sí el peso de su vida.
"Deseaba esta vida feliz del creyente, pero a la vez me daba miedo el modo de llegar a ella, y por eso la buscaba... lejos de donde estaba. Pensaba que iba a ser muy desgraciado si renunciaba al amor de las mujeres, y no pensaba en la medicina del amor de Dios, que sana esta enfermedad, porque todavía no lo sabía y pensaba que la continencia se consigue con las propias fuerzas -y a mí me faltaban-; era tan necio que no sabía lo que está escrito que nadie es continente si Dios no se lo concede".
Las dudas aumentan. ¿Hasta qué punto se puede fiar uno de Dios si mirando alrededor vemos dolor y crueldad?
Si Dios es bueno, "¿dónde está el mal, por dónde se ha colado en el mundo? ¿Cuál es su raíz y su semilla? (...) Si Dios es Omnipotente, ¿es que no podría cambiar del todo esa materia, de modo que no quedara en ella nada de mal?"
Finalmente se cumple el dicho evangélico según el cual el que busca encuentra y es transformado.
"¿Por qué no vas a poder tú lo que éstos y éstas han podido? ¿O es que crees que éstos y éstas lo pueden con sus propias fuerzas? ¡No, es con la fuerza del Señor su Dios! (...) ¿Por qué intentas apoyarte en ti si no puedes ni tenerte en pie? Échate en sus brazos, no tengas miedo, Él no se retirará para que caigas; échate seguro de que te recibirá y te curará".
Agustín, nuestro contemporáneo, murió en la ciudad de Hipona cuando ésta era sitiada por los vándalos al mando de Genserico, pero nos ha dejado sus Confesiones cuya lectura recomendamos desde este blog.
"Y la verdad estaba dentro de mí, más íntima que lo más interior de mí mismo, más elevada que lo más elevado de mí".