martes, 1 de junio de 2010
Obras son amores
En cierta ocasión dos discípulos de Juan el Bautista se acercaron a Jesús y preguntaron si era él el Mesías. Jesús tenía muy fácil la respuesta: “sí, soy yo”. Pero en vez de contestar así, comenzó a dar cuenta de sus actos. Les mostró cómo curaba a los enfermos, consolaba a los afligidos y anunciaba la buena noticia a los pobres. Sus obras, más que sus palabras, lo avalaban.
A menudo escuchamos alocuciones, reflexiones, declaraciones, en las que personas de cierta notoriedad nos predican grandes ideales: la paz, la solidaridad, el arrojo, la cultura... Sin embargo cuando contrastamos esos discursos con sus vidas venimos a reparar en la falsedad que albergan. El actor o la cantante “solidarios” se harán unas fotos con un grupo de niños desamparados en un país remoto, para acto seguido, protagonizar el enésimo divorcio (con el consecuente impacto en sus propios hijos), mostrar su lujosa mansión, o posar para una revista VIP con el último grito en joyería. También el político combativo defenderá la primacía de la enseñanza pública, mientras lleva a sus hijos a un colegio elitista; el interés general, cuando se enriquece de forma desvergonzada; o la igualdad y la democracia, a la par que sanciona leyes que le otorgan un estatus privilegiado.
Normalmente la persona que de verdad vive la virtud no alardea, sino que calla y hace. Es más, siente que “hace poco”. Y si se decide a llamar al orden, no es para erigirse sobre los demás o “hacerse el bueno”, sino para corregir una situación injusta y procurar que el otro sea más.
Conviene que vivamos con las antenas desplegadas, y que cuando escuchemos a alguien sentar cátedra, nos paremos a ver si sus actos se corresponden con aquello que predica o, por el contrario, es un embaucador sin escrúpulos.
Echa un vistazo a esto... con humor
¡¡Hola Rafa!!
ResponderEliminarAunque me leo todos tus artículos, ya hace mucho tiempo que no comento ninguno, así que aquí dejo mi opinión:
Estoy totalmente de acuerdo contigo, pero creo que hay matizar lo que dices. La coherencia o incoherencia de una persona respecto a lo que dice, hace al discurso más o menos creíble, pero en ningún caso resta o añade veracidad. Es decir, que si una persona vive en coherencia con lo que predica, ofrece a quienes le escuchan la garantía de que merece la pena hacerle caso. Como el predicador es el primero en ponerlo por obra, es más fácil creerle. Sin embargo, una persona puede estar diciendo verdades como puños y no vivir de acuerdo con ellas. Pues bien, en tal caso, si lo que dice es verdad, habrá que hacerle caso igualmente. Jesús haciendo referencia a los fariseos, dijo: «Haced, pues, y observad todo lo que os digan; pero no imitéis su conducta, porque dicen y no hacen" (Mt 23,3).
Lo que quiero decir con todo esto, es que es muy importante ser coherente, pero el hecho de no serlo, no es motivo para dejar de predicar. De lo contrario, los sacerdotes (por poner un ejemplo), no podrían predicar, pues una de dos: o predican de forma mediocre, o tienen que ser santos para poder predicar. Algo parecido nos ocurre a los que somos educadores, y supongo que también a los padres. Luego "cuando escuchemos a alguien sentar cátedra" el criterio para saber si lo que dice es verdad o no, no está en función de su coherencia o incoherencia, si no en comprobar que lo que dice se adecua o no a la realidad.
Un abrazo.