Es temprano, pero en el Templo ya hay actividad. Unos
llevan ofrendas, otros rezan y algunos charlan. En la explanada interior un
nutrido grupo escucha a un rabí que les habla con un lenguaje nuevo. Se llama
Yeshúa. Sus palabras no dejan indiferente. Conmueven, indignan, cuestionan, iluminan.
De repente se arma un cierto revuelo. Un grupo de escribas y
fariseos irrumpe en medio de aquella gente. Son los hombres de la ley, los
guardianes de la virtud. Traen consigo a una mujer. Zarandeada, baja la mirada,
mientras trata de ocultar sus manos haciéndolas un ovillo. La empujan y la
ponen en el centro. Permanece inmóvil.
Uno de aquellos sabios se dirige al rabí en nombre del resto.
- “Maestro, esta mujer ha sido sorprendida en flagrante
adulterio. Moisés nos mandó en la Ley apedrear a estas mujeres. ¿Tú qué dices?”
No hay respuesta. Parece ignorarlos. Simplemente se agacha y
empieza a hacer trazos en la tierra. ¿Acaso no les ha oído?
Repiten la pregunta. La han descubierto cuando fornicaba. No
hay duda de su pecado. ¿Por qué calla? Insisten. La Ley es clara. Tú que hablas
de lo que Dios quiere. ¿Qué tienes que decir?
Yeshúa se incorpora y los mira. Parece como si leyera en sus
duros corazones.
- “Aquel de vosotros que esté sin pecado, que le arroje la
primera piedra”.
Se ha dirigido a todos, para que no haya dudas.
Se agacha de nuevo y retoma su garabateo. Ahora se miran
unos a otros. Con que un hombre justo comience los demás tendrán el camino
expedito. Pero nadie se inclina a coger una piedra. La desconfianza y el temor
se han instalado en ellos. ¿Y si alguien supiera? ¿Y si se descubriera? Todos
tienen algo que ocultar. No hay puros.
Algunos ancianos comienzan a abandonar el grupo. A mucha
vida muchas flaquezas. El ímpetu inicial de los recién llegados se ha
desvanecido. La mujer permanece ahí, inmóvil, silente.
Dos, cinco, nueve. Cada vez más personas se marchan.
El rabí tampoco habla, sólo escribe en la arena. Tiene fama
de gran orador, de impactar con su mensaje, pero esta vez no dice nada.
Al fin alza la cabeza. Todos han desaparecido, sólo queda la
pecadora. Se levanta, la mira.
- “Mujer, ¿dónde están? ¿Nadie te ha condenado?”
Ella responde.
- “Nadie, Señor”.
Ahora la mira con ternura, a ella, la adúltera, la pecadora,
la infame.
- “Tampoco yo te condeno. Vete, y en adelante no peques más”.
La situación es muy similar. Una mujer confiesa ante Muhammad que ha cometido adulterio y, además, ha quedado en cinta. El Profeta la manda a su casa pero con la orden de regresar en
cuanto dé a luz. Ella hace lo que se le dice.
Después del parto, tan pronto puede, retorna con su retoño. Es un ser frágil, menesteroso. Muhammad, benigno, la vuelve a mandar a su hogar, pero
con una nueva instrucción, cuando se produzca el destete (a los dos años) habrá de regresar ante él. La mujer obedece y transcurrido el tiempo señalado se presenta al
Profeta.
Le muestra que el bebé ya es capaz de comer por sí solo ofreciéndole una miga de pan. Entonces Muhammad manda hacer un agujero en el suelo y meter en él a la mujer,
dejando asomar sólo la cabeza. Después ordena lapidarla. Sí, la ley se ha
cumplido.
Yo no sé de teología, pero sí de debilidades humanas (demasiado quizá). Así
que si un día me tengo que encontrar con uno de ellos, me gustaría que fuera
con Yeshúa, el rabí que es capaz de borrar los pecados con la misma facilidad con
que seguramente borró lo escrito sobre aquella tierra fina.
Nota: Curiosamente si se toma el nombre de Yeshúa para atizar con él a los demás se desvirtúa tan radicalmente su Persona que se convierte en su contrario, en ley implacable.
Él, que es justo, todavía no ha tirado ninguna piedra, así que igual es más prudente que dejemos los cantos en el suelo y prestemos más atención a lo que garabatea sobre la tierra porque probablemente nos está diciendo algo.