miércoles, 26 de noviembre de 2014

Algunas breves reflexiones en torno a la creencia en Dios



1) Comprendo perfectamente que haya gente que crea en Dios o que no crea en Él. Sé que la vigencia social en Europa y en nuestro tiempo se alinea con el ateísmo (desconozco lo que sucede en otras partes del planeta). Lo que me parece necio es que quien lo niega ningunee a quien lo afirma, como si la posición de este último fuera mera superstición sin base real.

Efectivamente la afirmación de Dios puede presentar ciertos problemas de orden teórico y práctico (no confundir “problema” con imposibilidad), pero no es menos cierto que su negación presenta asimismo enormes inconvenientes, tales como la existencia y consistencia del mundo, la libertad, el sentido, etcétera.

Aquí el que no ha conocido la duda que tire la primera piedra (abstenerse hinchas de cualquier signo, este texto no va dirigido a quien ignora el término “diálogo”).


2) Repito, entiendo que haya personas que no creen en Dios, lo que no comprendo es la satisfacción que tantos de ellos muestran en que esto pueda ser así.

La inexistencia de al menos una expectativa remota de trascendencia (y con ella de sentido) me parece una verdadera tragedia. Desde una posición de increencia me parece mucho más razonable la actitud desesperada e irracionalista de Unamuno que la autosatisfecha de, pongamos por caso, Fernando Savater (a quien reconozco, dicho sea de paso, no pocos méritos en otras facetas del conocimiento y la divulgación filosófica, aunque claramente no comparto su celebración del ateísmo).


3) La actitud de la inmensa mayoría del género humano a lo largo de su historia ha sido la creencia en algún tipo de divinidad, y esto desde Atapuerca a Jérôme Lejeune. De hecho una enorme porción del pensamiento filosófico desde sus orígenes ha pivotado en torno a esta cuestión. ¿Por qué entonces pretender que a quien cree en una trascendencia no le asiste el más mínimo atisbo de racionalidad?

A este respecto alguna vez he puesto el ejemplo de un diálogo de La princesa prometida que mantiene el héroe Westley con el malvado Vizzini:

-          ¿Tan sabio sois?
-          ¿Habéis oído hablar de Platón, de Aristóteles, de Sócrates?
-          Sí.
-          Unos incultos.


Pues bien, debían serlo, pues hablan de Dios y no poco. Como también lo hicieron San Agustín, Leibniz, Kant, Zubiri y tantísimos más.

domingo, 16 de noviembre de 2014

La gran desilusión



En 1910 salía de las imprentas un libro de Norman Angell titulado La gran ilusión. En el mismo el escritor y político (que obtendría el Nobel de la Paz dos décadas después) “demostraba” la imposibilidad de una guerra en Europa, basándose en unos argumentos y ejemplos que pretendían ser irrefutables. Sostenía que “en la presente interdependencia financiera y económica de las naciones, el vencedor sufriría tanto como el vencido” por lo que ningún país cometería la locura de iniciar una guerra. Tal como recordaba Barbara W. Tuchman en Los cañones de agosto, la obra fue traducida a once idiomas y se convirtió en libro de culto hasta el punto de crearse grupos de estudio del mismo por todo el mundo.

Ese mismo año el general alemán Von Bernhardi ultimaba un libro que saldría publicado poco después bajo el título Alemania y la próxima guerra, el cual contenía capítulos con epígrafes tan expresivos como “El derecho a hacer la guerra”, “El deber de hacer la guerra” o “Potencia mundial o hundimiento”.

Como es bien sabido, en 1914 se desataba la mayor catástrofe bélica europea conocida hasta aquel entonces, tal como había anunciado sin tapujos Von Bernhardi.

A menudo olvidamos que la voluntad de los hombres no siempre va ligada al sentido común. La ambición, el sectarismo, los prejucios y los particularismos de toda índole son capaces de llevarse por delante cualquier cosa, aún a riesgo de un perjuicio propio.

En nuestro país estamos viendo cómo desde las más altas instancias del poder político (y mediático) en Cataluña, con la complicidad de amplios sectores, se está desarrollando un proyecto que tiene como fin manifiesto su secesión del resto de España. Ello pone en cuestión la misma existencia de la nación española. Ni más ni menos.

Esto se realiza a ojos vista, sin pudor ni disimulo, envalentonados sus promotores por el pasmo y pasividad de aquellos que tienen mayor responsabilidad en velar por la integridad y prosperidad del país. Hemos recibido un legado que debemos transmitir a los que vienen detrás lo más enriquecido posible, no despilfarrado, pero esto parece no importar a nadie.

“Una Cataluña independiente no es viable económicamente”, se dice. Al igual que Angell en su gran ilusión se cree que a los hombres los moviliza únicamente el bienestar y la sensatez, como si la historia no hubiera demostrado sobradamente cuán poderosos son otros resortes.

Y mientras esto sucede el gobierno del país se muestra incapaz de iniciativa alguna, echando balones a la fiscalía para ver si mágicamente le arregla un problema que lleva lustros incubándose y que cada vez eclosiona con mayor vigor.

Tampoco anda muy lúcida la oposición que con su pose de buenrollismo pretende hacernos creer que a ellos no les pasaría, cuando han participado de la claudicación ante el nacionalismo como el primero.

Urge un proyecto de vida común integrador. No basta con negar, es preciso afirmar, mostrar un programa nacional atrayente, constructivo, aunador de voluntades. Además, no se puede dejar abandonada a esa gran masa de catalanes que se retraen de la cosa pública porque se sienten excluidos por el discurso nacionalista dominante e incontestado o, lo que no se sabe si es peor, respondido con tan fría solemnidad como embarazo.

Se ha perdido la iniciativa y lo peor es que todo apunta a que no se sabe qué hacer, no ya mañana o pasado mañana, sino hoy mismo. No podemos dejar pasar, no abordar los problemas en su raíz equivale a alimentarlos.

Stefan Zweig escribía en El mundo de ayer que “había estudiado demasiada historia, y escrito sobre ella, como para no saber que la gran masa siempre se inclina hacia el lado donde se halla el centro de gravedad en cada momento”. Pues bien, hoy la fuerza dominante es centrífuga y lo que está en juego es la existencia misma de la nación más antigua de Europa, la misma que extendió y hermanó un continente allende los mares. Y esta fuerza disgregadora ha calado no sólo entre los habitantes de la regiones tradicionalmente más nacionalistas, sino en amplios sectores del resto de España que creen ver en los festejos disgregadores el signo de los tiempos.


Como planteaba Ortega y Gasset, necesitamos un proyecto sugerente que nos permitan poner a salvo lo valioso e integrar lo plural en la unidad, ir a las raíces, y ello sin olvidar un principio que enarboló su discípulo Julián Marías: “no intentar contentar a los que no se van a contentar”.

jueves, 13 de noviembre de 2014

Stefan Zweig, la construcción de Europa y el nacionalismo



Estoy leyendo un libro tan fascinante como en ocasiones doloroso. Me refiero a El mundo de ayer de Stefan Zweig. El autor va desplegando la biografía de Europa desde su propia peripecia vital, comenzando en el final del siglo XIX y llegando hasta la segunda guerra mundial.

Zweig, austriaco de origen judío, describe con vivo entusiasmo lo que era Europa antes de la primera guerra mundial, su desarrollo cultural y, con él, las inmensas posibilidades de progreso y unidad que se presentaban ante ella.

Pero el egoísmo y la miopía dieron al traste con aquel horizonte desencadenándose un conflicto absurdo y fatal que llevaría a la muerte a millones de seres humanos y que acabaría por descuartizar su amada Austria.

Antes de aquello el imperio Austrohúngaro contenía en sí una gran diversidad bajo la monarquía varias veces centenaria de los Habsburgo. La propia capital era un reflejo de todo aquello:

"Por aquí habían pasado los Nibelungos, desde aquí iluminó al mundo la constelación de los siete astros inmortales de la música: Gluck, Haydn y Mozart, Beethoven, Schubert, Brahms y Johann Strauss, aquí confluyeron todas las corrientes de la cultura europea: en la corte, entre la nobleza y el pueblo, lo alemán se unía con alianzas de sangre con lo eslavo, lo húngaro, lo español, lo italiano, lo francés o lo flamenco, y el verdadero genio de esta ciudad de la música consistió en refundir armónicamente todos esos contrastes en un elemento nuevo y peculiar: el austriaco, el vienés".

Checos, alemanes, húngaros, eslovenos, rumanos, croatas… en una comunidad de naciones compleja y diversa. Y esa pluralidad organizada (obviamente con sus limitaciones y necesidad de adaptación, ¿pero alguna empresa humana no las tiene?) permitía la coexistencia de más de cincuenta millones de almas.

La derrota austriaca en la primera guerra mundial llevaría a los vencedores, en su afán revanchista, a despedazar aquella formidable construcción histórica. ¿Para disgusto de todos? No. Los nacionalistas, los sectarios, los propagandistas de las identidades idénticas a sí mismas celebraron el fin de aquella diversidad unida. Así Adolf Hitler en su obra Mi lucha escribiría:

“La antigua Austria era un Estado compuesto de muchas nacionalidades.
Siendo relativamente joven tuve la oportunidad de participar en una lucha de nacionalidades en la antigua Austria. Teníamos una sociedad escolar y expresábamos nuestros sentir por medio de ramas de aciano de los colores negro, rojo y oro; había vítores y cantábamos el Deutschland über Alles con preferencia al Kaiserlied austriaco (…) Pronto me transformé en un fanático nacionalista alemán (…).
Nuestros conocimientos históricos de los métodos de la Casa de Habsburgo estaban corroborados por lo que veíamos todos los días. En el norte y en el sur la ponzoña de extrañas razas roía el cuerpo de nuestra nacionalidad y hasta la misma Viena se convertía en una ciudad cada vez menos alemana. La Casa Real se hacía checa por donde se la mirase; y fue la mano de la deidad, de la justicia eterna y del castigo inexorable quien decretó que el más sañudo enemigo del germanismo en Austria, el archiduque Francisco Fernando, cayera víctima del plomo que él mismo había ayudado a moldear. ¡Y era él quien con más ahínco trabajaba desde arriba para transformar Austria en un estado eslavo! (…)
Basta con decir aquí que desde mi más temprana juventud, estuve convencido de que la destrucción de Austria era una condición indispensable para la seguridad de la raza alemana y, por lo demás, que el sentimiento de nacionalidad no se identificaba en modo alguno con el patriotismo dinástico y, también, que la Casa de Habsburgo se hallaba entregada a la tarea de perjudicar a la germana estirpe.”


"El triunfo de la voluntad" se titularía la película de Leni Refienstahl que recogería aquel espíritu de las esencias puras asumidas por las masas. Lo que vino después es de sobras conocido. No sólo en Alemania o Austria, sino en Hungría, Rumanía, las repúblicas balcánicas...

Tras la segunda guerra mundial Europa ha ido edificando una comunidad, imperfecta, sí, pero comunidad. La pregunta que queda en el aire es: ¿de verdad cree alguien que desde el nacionalismo disgregador -si se me permite el pleonasmo- se puede sostener algo así?

lunes, 3 de noviembre de 2014

Hegel, el idealismo alemán explicado para hispanos



El más difícil todavía. En esta ocasión en "Filosofía para náufragos" nos hemos atrevido con Hegel.

Abróchense los cinturones que hay curvas. Dificultad máxima. ¡A por ello!