Ayer, a la salida del trabajo, fui a coger el autobús urbano. La parada está junto a un semáforo que, para mi fortuna, estaba en rojo cuando llegué, reteniendo allí al vehículo.
El conductor ya había cerrado las puertas, de modo que poniendo mi mejor sonrisa golpeé suavemente el cristal. Me miró con cara de pocos amigos y comenzó a mover la cabeza de un lado a otro, mientras murmuraba con visible irritación palabras que no llegaban a mis oídos. Finalmente hizo el esfuerzo supremo de apretar un botón rojo y la puerta se abrió. Saludé, le di las gracias y fiché con la tarjeta.
En la siguiente parada subió una chicha a la par que un señor mayor que venía de frente cojeando hacía señales para que lo esperaran. No estaba a más de tres metros del vehículo, cuando el conductor cerró la puerta y arrancó. Está vez fue el anciano abandonado quien profirió improperios entre dientes que tampoco alcancé a escuchar.
Entonces me puse a pensar en la razón de la actitud del conductor. Con relativa frecuencia he observado comportamientos similares. Personas corriendo o que junto a una parada solicitan subir al transporte y son ignorados con manifiesto desprecio. Por supuesto también los hay atentos, que de todo hay en la viña del Señor. Pero, ¿por qué cunden tanto los desabridos?
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Sin ir más lejos, los taxistas tienen el mismo cometido: llevar personas de un sitio a otro, pero en este caso andan a la caza del cliente, procurando que no se les escape ninguno. ¿Cuál es la diferencia?
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Parece que la respuesta es bastante obvia. El chófer del autobús cobra lo mismo suba uno o suban cien, mientras que el taxista obtiene sus ingresos en función del número de pasajeros que coja a lo largo del día.
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El dinero, el vil dinero es el que marca la diferencia. En esto como en tantas cosas, no nos engañemos.
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Y me lleva a la conclusión de que trabajar exclusivamente por dinero es frustante. Uno acaba por perder el sentido de lo que hace, y si algo nos caracteriza a los hombres es que nos movemos en el elemento del sentido. ¿Qué sucedería si un conductor reparara en lo benéfico de su profesión? Cada persona que sube al autobús dilata sus posibilidades, de modo que facilita que el mundo sea mejor. ¿No es eso un gran bien?
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De vez en cuando deberíamos pararnos a reflexionar sobre nuestro trabajo, sobre su sentido. ¿Dejaremos agravios y rencor, o alumbraremos sonrisas y esperanzas? Como decía Hamlet, that is the question.
El otro día mientras viajaba en el bus observaba al conductor y pensaba en cuánta responsabilidad la suya. En esta Zaragoza nuestra con el lío que han armado con el tranvía no hay manera de circular. Les imagino, varias horas conduciendo y aguantando esa tensión, y pienso que es muy duro. Si además esbozan una sonrisa y un "buenos días" a los pasajeros -que algunos entran como "burros con orejeras"- tienen un gran mérito. Por eso mismo agradezco muchísimo cuando ante mi saludo contestan o cuando abren la puerta a la persona que insistentemente golpea en el cristal, 3 segundos después de haber cerrado la puerta y ya dispuesto a seguir la ruta -con la presión que tienen para cumplir horarios-. No sé cuánto cobran pero deberían estar bien pagados. Lo merecen. Esa es una cara de la moneda... y la otra cara es la impresión que tengo a veces de ser transportada como un borrego, con frenazos en cada semáforo. ¡Cuánto bien puede hacer un conductor sólo con su sonrisa, sólo con su "delicadeza" al conducir... y cuánto se agradece!.
ResponderEliminarComo siempre, todos podemos ponernos en la piel del otro.
Un saludo.