jueves, 1 de julio de 2010

Ella


Cuando llevábamos dos años casados ella entró en nuestras vidas. Hasta entonces mi mujer y yo habíamos vivido solos y nos parecía que no nos faltaba nada, nos teníamos el uno al otro y eso era suficiente. Pero ella lo cambió todo, se instaló en nuestro hogar y desde bien temprano comprendimos que nada volvería a ser igual.

Yo estaba deseando regresar del trabajo para verla, necesitaba estar con ella, mirarla, atender a lo que decía, me abría tantos horizontes insospechados. Si por cualquier razón me faltaba me invadía un profundo desasosiego que sólo ella podía calmar.

Es cierto que hizo mella en nuestro matrimonio pero, qué quieren que les diga, uno no es de piedra. A menudo sucedía que mi mujer me quería contar algo y yo le mandaba callar porque prefería atenderla a ella.

Sí, ella era la primera. Aunque soltase la más infame ordinariez eso me daba igual. Lo que a otro jamás le hubiera consentido decir en mi casa a ella se lo permitía sin problemas, y es que era el centro del hogar, nuestras vidas giraban en torno a ella.

Cuando nacieron las niñas la encontraron ya conviviendo con nosotros, pronto se convirtió en una segunda madre (y para no pocas cosas en la primera). Si con su madre natural eran capaces de reñir y discutir, con ella jamás lo hicieron, nunca cuestionaron nada de lo que les decía, todo lo que de ella venía les parecía maravilloso.

Un día mi mujer se disgustó especialmente; comentó que estaba harta; en nuestro hogar ya nadie hablaba, sólo nuestra inquilina podía hacerlo y era a la única a la que se atendía. Así que nos dio un ultimátum: la “intrusa” (así la llamó) debía salir de casa antes del fin de semana. Con gran dolor de corazón nos tuvimos que despedir de quien hasta entonces había sido la protagonista de nuestra existencia. Fue como si nos arrancaran las entrañas. Durante los siguientes diez días la tensión familiar se acrecentó, luego, poco a poco, las aguas volvieron a su curso. La charla reapareció en las comidas, volvimos a compartir experiencias y anhelos, y las risas y ocurrencias aparecieron donde antes sólo había mutismo. Las niñas llenaron su tiempo de ocio con juegos e incluso mejoraron sus calificaciones. Yo retomé la lectura y el deporte y empecé a frecuentar viejas amistades. ¡Qué decir de mi mujer!, la felicidad renació en su rostro, volvíamos a ser una familia.

¿Qué quién era ella? Bueno, en la caja en que llegó creo que decía que se trataba de una Thomson de treinta pulgadas, aunque tampoco estoy muy seguro. Sólo les pido una cosa, si la ven por ahí no la traigan a mi casa, vivimos mucho mejor sin ella.

1 comentario:

  1. ¡Lo que parecía una bonita historia de amor... se convirtió en una obsesión! Así es, la televisión se ha convertido en la compañera indiscutible, pero de "compañera ideal" no tiene nada.

    Mi enhorabuena, Rafael...¡Bien por ti y por tu familia que la habéis echado de casa!. Sois de los pocos héroes que se aventuran a vivir sin ella.

    PD. Te diré que yo he llegado a una "cohabitación" respetuosa. Ella me acompaña durante los poquisimos programas que tolero ver y yo la dejo estar prácticamente todo el día durmiendo. ¡Nos llevamos bien!

    Un abrazo.

    ResponderEliminar