domingo, 9 de mayo de 2010

¡Sube la música que un niño pide auxilio!

El presente artículo supuso el final de mi presencia en una publicación con la que venía colaborando desde hacía un tiempo. Se dejaron vencer por el temor a perder las subvenciones públicas. Por ello es la primera vez que este escrito ve la luz.


En alguna ocasión el filósofo Fernando Savater ha comentado que el holocausto de los judíos en la Alemania nazi se fraguó el día en que la gente aceptó que eran un “problema”. Como todo problema requiere una solución, los entendidos buscaron alguna satisfactoria. Tras distintos ensayos dieron con el remedio definitivo, con la «solución final»: el exterminio.

Nuestra sociedad hedonista se plantea sus propios “problemas”. Queremos estar delgados atiborrándonos, emborracharnos sin sufrir resaca, imponer nuestra opinión sin formar nuestro criterio o gozar del sexo sin compromisos ni consecuencias.

Así como la mera presencia de los judíos era un problema, hoy la existencia de miles de bebés también lo es. La solución para ellos no es muy original: el exterminio.

Desde su despenalización, el número de abortos en España ha crecido de forma exponencial. La Administración ha reconocido que ya se superan los ¡cien mil por año! (dos veces la población de la ciudad de Huesca aniquilada cada año). Sus promotores (manifiestos o solapados) nos explican con conmiseración que frente a este mal “doloroso pero inevitable” sólo hay un remedio eficaz: la difusión de los métodos anticonceptivos entre los jóvenes. Cualquier otro camino es inútil o utópico.

Lo curioso es que, hasta la fecha, las campañas realizadas al efecto han obtenido un resultado claramente contraproducente. En 1989 la pionera «Póntelo, pónselo» consiguió que en un año se practicasen un 37% más de abortos; en 1998 «El preservativo es divertido, juega sin riesgos» condujo a un crecimiento del 21%, y así una y otra vez. Es decir, cuanto más se trivializaban las relaciones sexuales al amparo de la contracepción, más bebés acababan en la trituradora.

Se difunde que las relaciones sexuales, aquellas en que se pone en juego la intimidad de la mujer y el hombre, son el único ámbito de la persona carente de contenido ético. Hay una ética en los negocios, en la política o en mi trato con la naturaleza, pero sorprendentemente no existe en la esfera donde se gesta la vida humana; ahí todo vale. El amor implica entrega, compromiso, responsabilidad, así que no tiene encaje en este esquema.

En este limbo moral la procreación será un efecto anómalo e indeseado. Sólo hay que “tomar precauciones” para que no haya consecuencias tangibles. Pero resulta que ese ideal que me ofertan a menudo no funciona: el coche se para, el ordenador se cuelga o el ligue del fin de semana acaba en un embarazo. Entonces quienes me han vendido un mundo de sexo baladí e inocuo saben que me tienen que facilitar una salida de emergencia, una “solución final” que cumpla las “garantías” prometidas, y ahí aparece la puerta abierta a la muerte del “indeseado”.

No nos engañemos, el aborto hunde sus raíces en la mentalidad anticonceptiva y despersonalizadora, esa que propugnan los demagogos de este festín ruin e indolente celebrado sobre un descomunal cementerio de pequeños cadáveres.

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