jueves, 6 de mayo de 2010

Inyecciones sin aguja


Cuando yo era pequeño, el practicante del barrio era el peluquero. Entre corte y corte, en una especie de trastienda que había en la barbería, ejercitaba sus habilidades sanitarias. Primero hervía la jeringuilla de cristal y la aguja con la llama de una especie de camping-gas, y a continuación inyectaba la dosis pertinente en el trasero de los pacientes.

Siempre que tenía la desdicha de sufrir sus pinchazos se desarrollaba el mismo ritual. Mi madre le preguntaba si me iba a poner la inyección sin aguja, a lo que él respondía afirmativamente. “Ya verás como no te duele –me animaba insistente mi progenitora-. Lo va a hacer sin aguja.”

Como se suele decir, uno era un niño pero no tonto. El pinchazo ponía de manifiesto que la aguja estaba allí, punzante y dolorosa. Con lo cual al padecimiento físico se sumaba cierta irritación anímica por sentirse uno tratado como un retrasado.

A un sanitario no se le pide que no emplee agujas para su trabajo, sino que sea lo suficientemente diestro como para que su inevitable pinchazo sea rápido, certero y lo menos doloroso posible.

La fórmula de “inyección sin aguja” parece gozar de buena prensa. Nos ofrecen una educación sin esfuerzo ni autoridad; escapar de una grave crisis sin coste social (como si un paro galopante no lo fuera); concordia mientras se alimentan las bajas pasiones, y así, suma y sigue. Todo es indoloro, blando, carente de contraindicaciones o exigencias. Y mientras la fiebre nos sube y esperamos inquietos a que perforen nuestras posaderas, nos aseguran sonrientes: “Vosotros tranquilos, lo vamos a hacer sin aguja”.

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