Todos tenemos grabada la imagen del burro, el palo y la zanahoria. Para hacer andar al animal caben dos métodos: el primero consiste en fustigarlo con una vara, de modo que el temor a sufrir daño provoque su obediencia. El de la zanahoria se basa en el aprovechamiento de sus apetitos; en este caso la esperanza de la recompensa en forma de zanahoria será la que someta su voluntad a la nuestra.
Hacer esto con un animal de carga tiene su lógica; a fin de cuentas se encuentra atado a sus instintos y sólo estimulándolos seremos capaces de hacernos con él. En el caso de las personas cabe otra alternativa: buscar su cooperación voluntaria. Esto es lo más humano tratándose de seres libres y racionales. No obstante su sometimiento con el método palo-zanahoria ha sido usado desde el principio de los tiempos y sigue gozando de una envidiable salud.
Spinoza nos contaba esto mismo de una manera bastante más elegante y precisa (dejando además en paz al pobre burro). En 1677 escribía lo siguiente:
“Un hombre tiene a otro en su poder cuando lo ha encadenado, le ha privado de armas y medios para defenderse o huir, o bien lo ha ligado a sí con tales beneficios que éste desee más ajustarse a los criterios del primero que a los suyos propios, y vivir conforme a las preferencias de aquél más que conforme a las suyas. En los dos primeros casos, quien posee el poder se ha apoderado del cuerpo del otro, pero no de su mente; en los dos últimos, ha impuesto su derecho tanto sobre su mente como sobre su cuerpo, durante tanto tiempo cuanto duren el miedo y la esperanza”.
Es decir, tanto el palo como la zanahoria son dos formas de sometimiento. La primera de manera coactiva, “física”, pero sin llegar a apropiarse de la conciencia personal, que en un entorno represivo puede quedar a salvo. La segunda es más sibilina, crea en nosotros dependencias que confunden nuestra voluntad hasta el punto de plegarla a la de nuestro dominador.
Hemos visto cómo algunas sociedades sometidas a regímenes durísimos, como el comunismo en el este de Europa, han sido capaces de poner a salvo sus convicciones más profundas de una manera heroica. Sin embargo, cuando los viejos amos han caído, se han dejado seducir por las atractivas baratijas que les presentaban los nuevos dueños, y han plegado la libertad ganada a la comodidad y el hedonismo.
¡Cuántos caciques y corruptos presumen de un pasado de militancia sacrificada! Probablemente muchos de ellos mienten, quizá la mayoría, pero otros no. En estos será cierto su pasado luchador, sólo que tras resistir al palo han sucumbido a la zanahoria.
Por eso no nos debe sorprender que el poder trate de comprarlo todo: sindicatos, medios de comunicación, empresas, jueces, ONGs, países… Saben que el que paga, manda. No hay que irse muy lejos para darse cuenta. Las grandes corporaciones encargan trabajos a los principales despachos de abogados para que nunca osen demandarlas; las ONGs vivirán de las subvenciones facilitadas por los gobiernos, de modo que la ene de sus siglas se convierta en una farsa; los medios de comunicación serán muy cautos a la hora de meterse con según quién, pues la publicidad que les contratan engorda sus cuentas de resultados…
Nos queda una posibilidad: No plegarnos, no aferrarnos a las cosas, decidir ser libres y llevarlo a cabo con santa paz.
Hay una imagen de Lech Walesa en tiempos de la dictadura comunista que se me ha quedado grabada. Aquel trabajador de los astilleros era el líder del sindicato Solidaridad, la policía política lo esperaba a la puerta de su casa para intimidarlo. Lo empujaron y comenzaron a cachearlo de manera provocadora. Entonces el humilde electricista se les encaró y con una voz clara y firme les gritó una y otra vez: “¡Sólo le temo a Dios!” Aquel sonido derribó el muro de Jericó.
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