Cuando he estudiado nuestra guerra civil, una de las
cosas que más me ha llamado la atención ha sido la enorme irresponsabilidad de muchas
de las personas que tenían, precisamente, alguna responsabilidad en la España previa a su estallido. Se enfrentaban
cuestiones graves con un grado de insensatez escalofriante. Discursos inflamados, amenazas, ajustes de
cuentas, mentiras conscientes y sistemáticas, sectarismo, odio alimentado a
conciencia, exclusión, búsqueda del enfrentamiento.
La generación de mi padre, de la que ya muy pocos quedan,
vivió aquel trauma nacional en primera persona y en su inmensa mayoría sacaron
una lección: aquello no podía volver a repetirse. Entiéndaseme bien, no es que
fuera imposible que se volviera a repetir, al contrario, como lo que parecía
imposible se había dado y en un grado catastrófico, no era tolerable que se
volviera a las andadas, a alimentar la discordia, al conmigo o contra mí, a la
polarización programada.
Da la sensación de que con la desaparición de esa
generación se extingue parte de la memoria de España (de la real, no de un
marco legal hemipléjico), y con ella cobran vigor los aprendices de brujos. Nuevos
iluminados creen que pueden hacer lo que les plazca: alimentar dragones, sembrar
el enfrentamiento, emplear la mentira como arma política, en el fondo nada es
grave, piensan, la pose vende; lo que ha pasado en otros sitios (las guerras,
los conflictos) no puede suceder aquí; los que dicen lo contrario son unos
catastrofistas, unos pusilánimes de cuyo miedo nos podemos servir.
Pues bien, habéis conseguido la fractura; ahora se puede
ahondar más en ella o tratar de restañar las heridas, pero habéis dejado la
sociedad peor que la encontrasteis. El daño causado es gravísimo y, me temo,
que perdurable si no se actúa con acierto.
Se habla de la economía catalana. Ciertamente la fuga de
empresas ha sido espectacular, un serio aviso, pero con ser grave, no es lo
peor.
“Tengo dos hijos y hoy usted tiene el poder de decidir si
los veo crecer”, ha dicho al juez que lo procesa uno de los encausados por
sedición en Cataluña. ¿Ni siquiera ahora despierta? Traslada su responsabilidad
al juez, como el conductor que va a doscientos por hora en mitad de la ciudad y
advierte al policía que le ha detenido que por su culpa va a llegar tarde al
trabajo.
¿Todavía no ve el daño que han causado y la catástrofe que
podían haber provocado (o en la que puede derivar esto)? El menos estar en el banquillo de los acusados
le ha hecho descender de las grandes causas ideales que se llevan todo por
delante sin pestañear a la realidad personal, que a fin de cuentas es la única
que de verdad existe.
Decía Ortega y Gasset en La rebelión de las masas que el hombre-masa, ese ser mediocre e
irresponsable que pretende regular todo el orden social, “no
atiende a razones, sólo aprende en su propia carne”.
No le deseo el mal a nadie,
reitero, absolutamente a nadie, y no es “buenismo”, es que de verdad no se lo
deseo (y menos aún lo celebro); pero sé que consentir según qué cosas puede ser el más flaco favor que se haga a una persona.
Decía Hegel que el castigo es un derecho de quien ha cometido un crimen, pues a
través del mismo es tratado como un hombre, como un ser adulto, como alguien
responsable, es decir, que puede responder de sus actos, y no como un niño
incapaz de gobernarse. (No lo decía con estas palabras pero es la idea, en este
preciso instante no tengo al bueno de Hegel a mano). A veces uno siente que
vive en un mundo de menores de edad incapaces de arrostrar sus propios actos.
En fin, quiera Dios que
prevalezca la cordura y que nosotros sepamos contribuir a ella.