martes, 21 de marzo de 2017

Carta a Fernando Savater



Estimado don Fernando:


Me incomodó, lo reconozco. No porque difiriera de una opinión mía o me sintiera personalmente herido, nada más lejos de la realidad, sino porque aquella reflexión me pareció un recurso banal, una justificación pobre, vacua, falsaria, claramente inferior a las exposiciones del resto del libro (en tantos aspectos magnífico). Disculpe mi sinceridad, pero es así.

"Cuando logra sobreponerse a la desesperación -escribía usted en Las preguntas de la vida-, el ser humano constata que no menos cierto que va a morir es que ahora está vivo. Si la muerte consiste en no ser ni estar de ningún modo en ninguna parte, todos hemos derrotado ya a la muerte una vez, la decisiva. ¿Cómo? Naciendo. No habrá muerte eterna para nosotros, puesto que estamos ya vivos, aún vivos. Y la certeza gloriosa de nuestra vida no podrá ser borrada ni obnubilada por la certeza de la muerte. De modo que tenemos derecho a preguntar, como en el libro sagrado: “Muerte, ¿dónde está tu victoria?” Podrá la muerte un día impedir que sigamos viviendo, nunca que ahora estemos vivos ni que hayamos ya vivido. Puede convertir en ceniza nuestro cuerpo, nuestros amores y nuestras obras, pero no la presencia real de nuestra vida. ¿Por qué debería la muerte futura restar importancia a la vida, cuando la vida presente se ha impuesto ya a la oscura muerte eterna? ¿Por qué debería contar más para nosotros la muerte en que no somos que la vida que somos? Cada cual puede repetir, con el poeta Lautréamont: «No conozco otra gracia que la de haber nacido. Un espíritu imparcial la encuentra completa»”.

Olvidaba, don Fernando, que sólo muere lo que ha estado vivo (o quien ha estado vivo), no una entelequia o un posible inexistente, y que precisamente el drama de la muerte consiste en la privación de algo tan valioso como la existencia real. Vivir es proyectar, querer ser más, arrojarse hacia el futuro, pero esa posibilidad de futuro es lo que sesga el hecho de muerte; ahí radica el drama. No hay drama en quien nunca llegó a ser.

Además, usted dejaba de lado un elemento capital, a saber, la privación de aquellos a quienes queremos. Somos nuestros amores, y el arrebatamiento de éstos supone nuestra mutilación. Tal vez una implosión vital que nos desfigure hasta el punto de hacernos irreconocibles para nosotros mismos.

Vivir es una victoria, desde luego, pero vivir para qué si nuestra vida pierde sentido, se vuelve insustancial, vacía. ¿Qué victoria hay en ahogarse en el absurdo?

A propósito de la pérdida de su esposa Lolita escribía don Julián Marías:

"Desde aquel día me dominó, hasta físicamente, una opresión insuperable; no podía respirar. Se habían borrado los colores, la significación de las formas. (...) 
El tiempo sigue. El tiempo, no propiamente la vida, la mía había terminado (...).
Alguna vez se me ocurría, como una mala tentación, la sospecha de que pudiera vivir un tiempo considerable, algunos años, y la perspectiva me parecía aterradora. (...)
Sentía que mi casa no lo era propiamente, era la suya, y se me había vuelto, a la vez, lejana e irrenunciable...
Lo más atroz que me pasaba es que quería menos a todas las personas queridas. Cuando me di cuenta me pareció aterrador; y lo entendí muy bien: quería con la mitad de mí mismo, con una mutilación radical que alcanzaba lo más hondo de la persona".

Sé que usted entiende muy bien esta confesión de Marías. Lamentablemente, y lo digo sintiéndolo de corazón, no le es ajena. El pasado 18 de marzo escribía usted en El País:

"Hace tiempo que las cosas de mi mundo se van difuminando, pierden sustancia. Los libros siguen presentes y tentadores, pero al abrirlos algo ha drenado su savia hasta dejarlos huecos, exánimes. Las películas nuevas son peores que las antiguas, las antiguas peores de lo que las recordaba: sentado ante el televisor con desasosiego ya no siento la expectativa feliz porque ahora nadie apoya sus pies en mi regazo. Se fue el disfrute... Y los sitios que recorrimos juntos están hoy cubiertos de sudarios, como esas sábanas que tapan las formas incómodas de los muebles en una casa abandonada. Los platos más sabrosos, crujientes, aromáticos... comienzan a deleitarme la boca pero luego adquieren insipidez y amargura de ceniza. Llega el infierno y se revela mi condena, la más atroz: creer que estoy vivo y que es ella la que ha muerto. Hoy hace ya dos años".

La victoria sobre la muerte no está en "haber vivido", sino en "seguir viviendo uno mismo", y en ese "uno mismo" se implica necesariamente a los otros a quienes amamos. Se nos hace impensable que hayan quedado aniquilados, que no podamos hablar con ellos, aunque sea con el pensamiento, contar con ellos, proyectar junto a ellos, mirar con sus ojos. De alguna forma están en nosotros, pero no confundiéndose con nosotros mismos, pues no se trata de un acto de narcisismo sino todo lo contrario, de altruismo, de gravitación en torno al otro.

Y ahora viene lo bueno, pues no escribo para recriminar y menos en una cuestión como esta, sino para algo bien distinto. Estamos hechos a la medida de la perdurabilidad; de la esperanza contra toda amenaza de acabamiento. Tenemos hambre de eternidad. Decía Aristóteles que la naturaleza no hace nada en vano. ¿Y si la naturaleza obedece a un propósito superior? ¿Y si esa rebelión que sentimos ante la muerte no es sino la constatación de que, efectivamente, estamos aquí para algo más que asomar y desaparecer?

Hubo alguien que dijo "a quien mucho ama, mucho se le perdonará". Tropezamos, caemos, andamos desorientados, pero tal vez ese individuo que dijo no hablar en su nombre sino en el de alguien que le enviaba tenga la respuesta. Lo que sucede es que para escucharla tenemos que volver a ser como niños y hacernos pequeñitos, pues la puerta es estrecha, como la de las tiendas de Imaginarium, y la única forma de entrar es agacharse y gatear. Se lo digo porque yo todavía ando dándome cabezazos. He intentado muchas veces pasar de pie y tengo la frente llena de chichones (y lo que te rondaré, morena). Consejos vendo para mí no tengo.

No lo entretengo más. Le deseo de corazón lo mejor del mundo.

Con afecto y admiración le envío un gran abrazo desde Zaragoza, donde tiene su casa.

Rafael Hidalgo


8 comentarios:

  1. Una buena dosis de reflexión, a la que me apunto. Me ha encantado. No me queda claro si le ofreces tu casa o la de Imaginarium. ¿Cuándo te mudaste?... Un fuerte abrazo. Gracias de nuevo

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    1. La mía, la mía, que en la de Imaginarium nos ponemos a jugar y ya no hablamos.

      Un abrazo grande

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  2. Ya lo creo que es una excelente reflexión.

    La muerte me arrebató a seres muy queridos. Pero sé que los tengo a mi lado porque siempre los llevo en el corazón. Si los sientes cerca, no se van del todo. Es algo muy triste.

    Un abrazo fuerte. Feliz primavera.

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    1. Por eso tienes el corazón tan grande.

      Un abrazo para ti, Amalia.

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