domingo, 13 de junio de 2010

Chabacanería


El filósofo Julián Marías definía la chabacanería como “la vulgaridad satisfecha de sí misma”. Frente a lo excelso, lo bello, lo noble; lo chabacano se jacta de lo necio y ramplón. En vez de admirar y aspirar a lo elevado, lo desprecia y se regocija en lo zafio.

Hay épocas y lugares en que la chabacanería goza de prestigio. Se la identifica con lo “popular”, con la libertad de prejuicios, sin reparar en que se apoya en un prejuicio perverso, el de creer que lo mediocre es más auténtico, más libre, mejor. En esos periodos la chabacanería se exhibe como una actitud inteligente y audaz.

En sus Memorias, Julián Marías cuenta cómo al proclamarse la Segunda República el 14 de abril de 1931 se produjo una la explosión de entusiasmo cívico. Sin embargo, un día más tarde las cosas iban a cambiar:
A la alegría amistosa sucedió la chabacanería (…); multitudes desorganizadas pero dirigidas, recorrieron todas las calles, a pie, en camiones, a veces en tranvías, gritando, coreando expresiones injuriosas y groseras, dirigidas contra el Rey ya ausente, triunfales, a pesar de que no se habían arriesgado ni habían hecho ningún esfuerzo. (…) No es fácil medir cuánto dañó a la República –a España, en definitiva- la explosión de vulgaridad y falta de cortesía del día 15. Fue como un jarro de agua fría sobre el entusiasmo de la víspera…

Es decir, la chabacanería no sólo no fue una actitud inteligente y audaz, sino que resultó estúpida, cobarde y corruptora.

En abril de 1994, a raíz de la clasificación del Real Zaragoza para la final de Copa del Rey, quedé con un grupo de amigos para acudir al partido. Nunca he sido muy futbolero, pero como se preveía una jornada jubilosa, pues allí que me embarqué. El encuentro se iba a disputar en el Calderón, y el equipo rival era el Celta de Vigo.

Dado que en aquel entonces andábamos sin un clavel, nos inscribimos para acudir con una peña futbolística que había fletado varios autobuses.

El viaje comenzó en un tono festivo: cánticos, palmas, “pareados” deportivos. Pero la cerveza empezó a correr por el autobús en ingentes cantidades, y rápidamente la gente empezó a perder las formas. Prefiero no describir las guarradas que allí se produjeron, baste con mencionar el efecto diurético de la cerveza y la imposibilidad de parar el vehículo cada cinco minutos. Cuando entramos en Madrid, allí ya no viajaban aficionados, sino bestias que gesticulaban soezmente e insultaban sin razón alguna a todo transeúnte o conductor.

Después del penoso espectáculo, pasó a importarme un bledo el resultado del partido. Es más, sentía que si los hinchas del Zaragoza se comportaban de una forma tan indigna, el equipo maño merecía perder.

Para hacer honor a la verdad, he de decir que el resto de aficionados a los que vi al llegar al campo nada tenían que ver con los del autobús en que yo había viajado.

En todo caso desde entonces jamás he salido de Zaragoza a ver ningún otro partido. Recuerdo aquella ocasión como un episodio penoso y desagradable, y he experimentado un cierto desafecto por el fútbol, deporte al que, como he dicho, nunca fui muy aficionado, pero que desde entonces me resbala absolutamente. Esa es la cosecha de la chabacanería: el asco.

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