viernes, 30 de abril de 2010
Una lectura del Estatuto de Cataluña
No es la intención de este blog centrarse en la política. Bastante atiborrados nos tienen a diario los medios de comunicación. Pero tampoco vamos a evitarla a toda costa. Por algo es un blog para “polizones”, y los polizones estamos dispuestos a colarnos en cualquier nave que se nos tercie, sin necesidad de dar cuentas a la tripulación "acreditada".
Así que me lanzo al abordaje de un tema nuevo y rancio, actual y endémico, manido y polémico; me refiero al Estatuto de autonomía de Cataluña aprobado en 2006 y cuya legalidad se debate actualmente en el Tribunal Constitucional.
Tengo la impresión de que muchas personas que opinan sobre él no se han tomado la molestia de leérselo. Uno escribe que fulanito dice; el otro que menganito se posiciona; el de más allá, que tal tribunal opina, que el otro estorba, o que se retrasa; pero no entran en el tema fundamental: el contenido del propio Estatuto.
Un servidor hizo el esfuerzo de leerlo al poco de hacerse público. Ya entonces se había armado bastante revuelo, con voces a favor y en contra. La mayor parte de los medios tendían a posicionarse en función de sus simpatías políticas, y como me gusta tener mi propio criterio, preferí forjarlo de primera mano.
He de adelantar que la impresión que me dejó su lectura fue de verdadera consternación. Las razones son varias, pero apuntaré las que me parecen más sobresalientes:
Primera: Establece que Cataluña es una nación. “El Parlamento de Cataluña, recogiendo el sentimiento y la voluntad de la ciudadanía de Cataluña, ha definido de forma ampliamente mayoritaria a Cataluña como nación.” Para que podamos engullir semejante rueda de molino nos la han ido aliñando con mil especias, pero ni aún así pueden encubrir semejante dislate. Así, se ha pretendido que como está en el preámbulo del Estatuto, no tiene mayor importancia. Esto parece un insulto a la inteligencia. El preámbulo de una norma, como es un estatuto, tiene la función de definir las claves de interpretación de dicha ley. Es el alma, el regidor que dará las pautas sobre cómo leer la norma que se fija. Si tan poco relevante fuera, ¿a qué tanto empeño en mantener su actual redacción?
De hecho en el articulado se jugará con los términos, apuntando en todo momento en el sentido deseado. Por ejemplo: los símbolos “nacionales” de Cataluña son “la bandera, la fiesta y el himno”.
Hemos tenido que escuchar pronunciamientos que producen sonrojo. En la discusión parlamentaria del Estatuto, un diputado de mi tierra defendió que apareciera dicho término basándose en que figuraba escrito en minúscula, lo cual, a su entender, era un distingo de grado con respecto a la “Nación española” en mayúscula. Imagino que en adelante tendrá la intención de legislar distinguiendo entre “ciudadanos” y “Ciudadanos”, o “sandeces” y “Sandeces”.
En el lenguaje común, que además es el que se acepta en las leyes y tratados internacionales, la nación es el sujeto político en el que reside la soberanía de un Estado. Es decir, que la nación es la instancia política máxima. Por tanto, si Cataluña es una nación, en cualquier momento podría decidir unilateralmente realizar alianzas internacionales, organizar formas de gobierno diferentes, o escindirse de España.
Por si cupiera alguna duda, el Estatuto corrobora que su legitimidad no se funda en la Nación española, sino en la soberanía del pueblo catalán. Así, el artículo 2 afirma: “Los poderes de la Generalidad emanan del pueblo de Cataluña y se ejercen de acuerdo con lo establecido en el presente Estatuto y la Constitución”.
A partir de ahí el Estatuto tiene un enfoque netamente nacionalista, distinguiendo en todo momento dos marcos que entiende diferentes e independientes: el catalán y el español. Este último viene a ser como una carcasa externa con la que hay que contar, pero que es ajena.
El artículo 6 establece que “La lengua propia de Cataluña es el catalán”, para a continuación añadir que como tal tendrá preeminencia en todos los órdenes públicos. Por su parte el español también es oficial (aunque queda como residual al no contar con esa preferencia) porque “es la lengua oficial del Estado español”. Esto no hace sino violentar la auténtica realidad de Cataluña, pues tan propio le es el catalán como el español. Basta con pasear por una calle, entrar a un bar o a una tienda para comprobarlo. Y en cuanto a su cultura, ¿acaso Joan Maragall o Eugenio D´Ors o tantísimos otros escribían y escriben en una lengua “ajena” cuando lo hacen en español?
Segunda: Derivado de todo lo anterior, Cataluña se posiciona al mismo nivel que España. Dice así el artículo 3: “Las relaciones de la Generalidad con el Estado se fundamentan en el principio de lealtad institucional mutua y se rigen por el principio general según el cual la Generalidad es Estado, por el principio de autonomía, por el de bilateralidad y también por el de multilateralidad.” Más allá de la deficiente redacción del texto, se cae en la esquizofrenia de distinguir entre el Estado y la Generalidad, para a continuación reconocer que esta última es parte del Estado. Eso sí, en el articulado posterior siempre diferencia el Estado y la Generalidad. Por ejemplo, el artículo 175 habla de los “instrumentos de colaboración entre la Generalidad y el Estado”, igual que el 176, el 177... A partir de ahí acaba estableciéndose que en todo lo que afecta a Cataluña (aunque sea como parte del conjunto de España) debe haber presencia específicamente autonómica, incluso en cuestiones internacionales. (Sobre la preeminencia fiscal autonómica mejor ni hablar porque es para echarse a llorar).
Este planteamiento por parte del nacionalismo no es nuevo. Sí lo es que unos poderes políticos nacionales, como son el gobierno o el parlamento españoles, le hayan llegado a dar su visto bueno.
No está de más recordar parte de un discurso de Ortega y Gasset en las Cortes constituyentes de la Segunda República. Era el dos de junio de 1932:
“Porque el señor Hurtado dijo estas palabras: «Nosotros hablamos de un pacto entre la región autónoma y el Estado, dos organismos de Derecho, dos personalidades jurídicas, que pueden y deben pactar y que, según la Constitución, son os que realmente pueden pactar». Señores, repito que no sé una palabra de Derecho; pero sé, cuando llega la hora, quedarme atónito. Porque, señores, el Estado de que habla nuestra Constitución se compone de muchos organismos, entre ellos las regiones autónomas, las provincias y los municipios; ya hora resulta que la región autónoma, que es el Estado mismo en una de sus partes, que es una institución del Estado, bien que en la jerarquía de instituciones de un orden segundo, se pone a pactar con el Estado, es decir, consigo misma, puesto que ella no es sino un elemento del Estado. Yo creía que para que dos pudieran pactar era menester por lo menos que fuesen dos y además preexistiesen al pacto, y la región no existe antes de ser engendrada por el Estado; el Estado, al engendrarse, engendra las regiones autónomas.”
Y tercera: El Estatuto está aquejado de un intervencionismo patológico con una carga ideológica manifiesta.
Una norma marco, como es una constitución, o en su ámbito un estatuto, tiene que ser eso: un “marco” lo más amplio y duradero posible en el que tengan cabida las distintas posiciones políticas que intervienen en la vida pública. No puede ser un programa electoral, ni menos todavía, un ordenamiento de todas y cada una de las actividades que una persona puede realizar en su convivencia social.
El Estatuto tiene 222 artículos, más un chorreo de disposiciones adicionales. Para que nos hagamos una idea, nuestra Constitución, que tiene también una sobrecarga de artículos innecesarios que nada regulan y que se limitan a mostrar buenos propósitos que a nada comprometen, tiene 169.
El Estatuto aborda temas como los “Derechos de las mujeres” (artículo 19). En este artículo se dice que las mujeres tienen derecho a vivir libres de “malos tratos” (sic), a participar en todos los ámbitos de la vida sin discriminación y en igualdad de oportunidades con los hombres. ¿Es esto necesario? ¿No está recogida ya en la Constitución española la igualdad ante la ley sin que a nadie se pueda discriminar por razón de su sexo (artículo 14)? Es más, el propio Estatuto ya ha dicho cuatro artículos antes de forma innecesaria, alambicada y un tanto absurda que “todas las personas tienen derecho a vivir con dignidad, seguridad y autonomía, libres de explotación, de malos tratos y de todo tipo de discriminación, y tienen derecho al libre desarrollo de su personalidad y capacidad personal”. ¿Acaso las mujeres no entran en la categoría de “personas”?
Pero es que además la norma autonómica posee un enfoque altamente ideologizado, regulando el “Derecho a vivir con dignidad el proceso de la muerte” (artículo 20), la “Perspectiva de género” (artículo 41) o la “Memoria histórica” (artículo 54), por citar algunos ejemplos.
No es el objeto de este escrito entrar en las componendas políticas que han llevado a que este despropósito normativo ocupe un lugar central en el debate nacional. Sí creo necesario señalar que a mi entender el actual Estatuto de Cataluña no admite enmienda. Sus deficiencias no se subsanarán con algunos cambios y ajustes, pues su enfoque íntegro está viciado.
Hay quien se consuela pensando que el Tribunal Constitucional quizá meta alguna tijera aquí o allí. Insisto, eso no resuelve la cuestión.
En 1977 el filósofo Julián Marías se lamentaba del primer borrador de Constitución que habían redactado sus ponentes. Entendía que no valía, que había que recomenzar su redacción, y decía que no importaba haber perdido seis meses, “lo que importa es perder uno o dos siglos de nuestra historia”. Creo que la misma reflexión cabría aplicarse al presente Estatuto de Cataluña; por el bien de España, y por el bien de Cataluña.
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