Eran principios de los noventa. Los escándalos de corrupción se sucedían imparables convirtiéndose en paisaje informativo.
El partido en el gobierno había desembarcado casi desde el principio en las instituciones y procuraba extender su poder desbordando los límites del Estado.
Por entonces había un programa radiofónico de bromas telefónicas que yo escuchaba disfrutando de la malicia ingeniosa de su fabulador. El día al que me voy a referir se iba a celebrar en enésimo "partido del siglo" entre el Real Madrid y el Barça. La expectación era máxima y la demanda de entradas colosal. Entonces se produjo "el acontecimiento". El bromista radiofónico telefoneó a uno de los hombres que atendía las taquillas del Bernabéu; el empleado tenía voz de hombre maduro, recio. El locutor oculto habló de buen rollo y le dijo que necesitaba un par de entradas sin hacer cola y que, lógicamente le gratificaría generosamente por su ayuda. El empleado se indignó y cuanto más le ofrecían más crecía su enojo hasta que mandó al sobornador a hacer gárgaras y le colgó.
No pude dejar de pensar en el mísero sueldo que cobraba aquel hombre en comparación con los cuantiosos emonumentos que percibía la pandilla de corruptos que campaba a sus anchas por las instituciones. Me alegré, naturalmente, y pensé que con gente así hay esperanza; y al menos hay un espejo en el que tratar de mirarse.
De esos quedan pocos.
ResponderEliminarUn poquito de optimismo, por Dios...
EliminarQué miserables eran los programas de bromas, una forma de degradación moral. El mundo funciona porque "la mayor parte" de las personas es honesta y decente "la mayor parte" del tiempo
ResponderEliminarEn muchos casos sí era bastante miserables, pero en otros...
EliminarEs alentador saber que todavía hay personas honestas.
ResponderEliminarAunque con los años que han pasado, quizás no queden tantas.
Se han perdido muchos valores.
Un fuerte abrazo.
Quiero pensar que aún queda gente de fiar.
EliminarUn abrazo, Amalia