De vez en cuando veo escritos u oigo comentarios según los cuales una bandera no es más que un trozo de tela, "un trapo", y que, por tanto, no merece mayor consideración que una bayeta o un retal para limpiar el polvo.
Casualmente esas "reflexiones" acostumbran a salir a colación cuando la protagonista es la bandera española. Luego, ironías de la vida, quien tal dice puede acudir a un partido ataviado con la bufanda de su equipo o con la camiseta con los colores del mismo, o enarbolar orgulloso la bandera de alguna causa que considere justa.
Y es que además de la obviedad de que una bandera está hecha con un trozo de tela, también lo es (o debería serlo) que es algo más. ¿Qué? Precisamente eso: la representación de una causa.
Por eso no todas las banderas son iguales, porque todas las causas no valen lo mismo. No es igual de respetable defender la vida del inocente que las leyes segregacionistas, por ejemplo.
Somos seres corpóreos, y por ello necesitamos tangibilizar las realidades con que nos relacionamos, desde un pacto a través de un apretón de manos, hasta que somos novatos conduciendo y deben ser comprensivos con nosotros (de ahí la famosa ele).
A mí no se me ocurriría (y creo que a nadie en sus cabales y con un mínimo sentido moral), digo que a mí no se me ocurriría cogerle a un compañero la fotografía en la que aparecen retratados sus hijos y rasgarla delante de él mientras le explico que sólo rompo un pedazo de papel, que eso no tiene ningún valor, que hay muchos folios en la oficina y puede enmarcar otro.
"¿Por qué te molestas si sus hijos siguen gozando de buena salud y los tienes en casa? ¿Acaso por verme romper un pedazo de papel?" Por supuesto que no. Lo que yo he roto no es un mero trozo de papel, sino una representación de algo (o alguien) que para mi compañero tiene mucho valor. Y ya se sabe, y si no se sabe lo explico yo, que la representación en cierta manera contiene lo representado, aunque sólo sea en forma de manifestación, esto es, de ponerlo de manifiesto.
No es que haya roto un folio que era de él; es que he roto la foto de sus hijos.
Cuando la noche del 10 de mayo de 1933 los nazis quemaron montañas de libros, no se limitaban a hacer hogueras vistosas con papel tintado. Aquel acto tenía un carácter moral claro: la persecución del disidente.
En España la bandera nacional frecuentemente se ve como molesta. Hay ámbitos de excepción, como el deportivo, pero fuera de ahí tiende a tacharse de sectaria, más aún, de reaccionaria (no así las banderas secesionistas de algunas regiones, por rancias y fanáticas que puedan ser las propuestas que representan). Se echa la culpa a Franco, como de casi todo lo que nos molesta, se ha convertido en un lugar común tan socorrido como cansino, pues si bien es cierto con él se reinstauró la bandera bicolor, no lo es menos que no la inventó, sino que la tomó de la que históricamente había, con lo cual a estas alturas de la película su papel ya poco debería pintar para bien o para mal.
La actual bandera de España data de la época de Carlos III, cuando países como Italia o Alemania todavía no se habían constituido como nación. La enarbolaron quienes constituyeron las primeras Cortes liberales en Cádiz, quienes defendieron Cuba o Puerto Rico de la invasión Norteamericana, quienes realizaron por primera vez un vuelo entre España y América en el Plus Ultra. También la Primera República la hizo suya, y sólo, en esos más de dos cientos años, la Segunda decidió no hacerlo (en un gesto poco inteligente a mi parecer, pero en el que no me voy a detener pues no es el objeto de este escrito). Es llamativo que la bandera de la Segunda República aparezca en manifestaciones separatistas, como si representara algo opuesto a la Nación Española. Contaba Julián Marías cómo durante la guerra civil en el frente republicano se las veían y se las deseaban para poder izarla pues tanto los separatistas como los marxistas la veían como lo que era, la enseña nacional.
Seamos claros, el problema no es que la bandera sea de tela o de éter místico, sino es España misma, que es lo que dicha bandera representa. Estamos sumidos en una crisis de proyecto nacional grave. En mayor o menor medida se nos hace extraño, ajeno. El mal no es nuevo, pero la dilatación de la enfermedad lo acentúa.
Ahora esta prolongada enfermedad se ha manifestado de forma palmaria en Cataluña. Y más allá de aciertos o errores políticos ha habido una reacción popular extendida en casi toda España que nada tiene que ver con éste o aquel partido (si acaso algunos de los partidos están descolocados ante la misma), sino con la percepción de un enorme número de ciudadanos (aparentemente al menos una mayoría) de que la Nación Española todavía es algo valioso, algo nuestro, de que juntos somos más, de que tenemos una Historia compartida fundada en un proyecto de convivencia que no tiene por qué extinguirse, si acaso actualizarse y vigorizarse. Y ese sentir se expresa, porque, insisto, no somos angélicos, a través de signos sensibles, como puede ser poner una bandera roja y amarilla en la ventana o el balcón.
Desconozco si esta reacción popular será duradera o pasajera. Si por fin asumiremos con naturalidad nuestros símbolos nacionales, sin rubores ni espasmos, como hacen en casi todas partes, o volveremos a nuestros complejos arraigados. Tal vez un día, sólo tal vez, un cantante español podrá salir a un escenario con la bandera de su país sin tener que dar mil explicaciones ni temer que lo etiqueten de esto o de lo otro. Hasta entonces llevaremos camisetas de Iron Maiden con la bandera británica y recordaremos los 80 con el Born in the USA de Bruce Springsteen.