A menudo íbamos a la destartalada estación de tren por la noche. Alejados de las luces del pueblo, podíamos contemplar gran cantidad de estrellas. Tumbados sobre unos tablones, nos estremecíamos ante la inmensidad del firmamento y comentábamos en voz alta nuestras reflexiones "existenciales". En aquel entonces, finales de los setenta, estaba de moda todo lo relacionado con los OVNIs; la verdad es que pese a ser el menor de la pandilla, yo era bastante escéptico al respecto, pero me divertía fantasear con mis amigos sobre qué formas de vida podrían albergar otros planetas, o sobre si alguien nos observaría a varios años luz mientras yacíamos ociosos en aquellas noches de agosto.
Desde hace varios lustros ya no veraneo en mi pueblo; el lugar donde soñaba con un futuro que a buen seguro iba a ser fascinante. Cuando fuera mayor tendría libertad para emprender mil sendas distintas sin que nada ni nadie me lo impidiesen. No me daba cuenta de que era entonces cuando vivía con auténtica libertad. Todo era una fiesta: la leche hervida que producía una riquísima nata de un dedo de espesor; las excursiones a Bílbilis o la Fuente de las Pilas; las parrilladas campestres con los amigos; la propina a la salida de la misa dominical que era transformada inmediatamente en un puñadito de chucherías; las prospecciones en el granero donde hallaba tesoros tales como un bastón con una espada oculta, un sombrero de "gánster" o una capa de torero. También la gozaba cazando y criando toda clase de bichos, desde mantis religiosas, hasta gorriones caídos de algún nido o gatitos que habían sido arrojados al cauce seco del Ribota.
Todo tenía sabor y lo vivía con espontánea intensidad. En casa no había televisión ni radio, ni falta que me hacía, pues apenas entraba en ella.
Para mi sorpresa, hoy la meta de mi vida es recuperar aquella libertad que todo lo fiaba al minuto presente. Disfrutar del rojo del atardecer; de una conversación que no discurra al dictado de los telediarios; de no saber y preguntar sin pudor; toparme con Dios al coronar cada cima, sintiendo su presencia casi física; ver en la ropa manchada la señal inconfundible de un día divertido; saborear un polo como si fuera el más exquisito manjar; complacerme en la maravilla formidable de un grillo; curar todas las heridas con saliva y besos; olvidar cualquier enfado antes de cinco minutos porque hay que emplear las energías en cosas más importantes y divertidas; en definitiva, como cantaban Los Secretos, hoy sueño con volver a ser un niño, aquel niño que soñaba.